DAVID GISTAU-EL MUNDO
Tal era la satisfacción de los Sánchez al verse ungidos como estadistas internacionales que juegan en la misma liga que los Trump que no cabe sino compadecer al asesor que tuvo que susurrar al presidente las noticias provenientes de España. Que tuvo que aclararle que, al otro lado de esa dimensión paralela en la que sonreía feliz, su Gobierno persistía en convertirse en el más calamitoso y prematuramente abrasado de la historia de las democracias occidentales. Y encima ahora, como si Villarejo arrojara bombas fétidas, tenía esparcido por dentro un espantoso olor a hampa y pacharán de sobremesa larga. La magistratura, que había sobrevivido intacta a las erosiones de la crisis e incluso se había arrogado la misión purgante, de repente aparece convertida en un tugurio de exabruptos castizos, odios cruzados, desahogos etílicos y puteros menoreros. Con todos ustedes, la condición humana, perfectamente retratada en los apuntes al natural de la grabadora de Villarejo, naturalista como Zola.
Empiezo a creer que la resistencia de Sánchez se debe a que sabe que está acabado, que no quedará sino como asterisco extravagante propio de una época sin consistencia, y que por ello quiere apurar los dos añitos en los que aún puede sentirse presidente. Aunque sólo sirvan para eso y para reparar humillaciones anteriores y resulten inútiles, cuando no perniciosos, para el país. Amortizar el vestido de Primera Dama. Hacerse unas cuantas fotos más. Sentir todavía en el bolsillo el peso de las llaves del Falcon. Decir, mientras se pueda: «Soy el presidente del Gobierno y hago lo que quiero». La mayoría de la gente no pilla ni esos dos años.