José Luis Zubizarreta-El Correo

El fallo del Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha hecho tambalearse las piezas que estaban ahora en juego en el tablero judicial y, sobre todo, el político

El fallo del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), en una respuesta innovadora a la cuestión prejudicial planteada por el Supremo español, ha sacudido tan bruscamente el tablero interior, que todas sus piezas han comenzado a tambalearse. La primera, sin duda, el propio Tribunal Supremo, que ha sido desautorizado por violar la inmunidad de Oriol Junqueras y no permitirle la excarcelación temporal para recoger su acta de eurodiputado. La segunda, la hibernación de Carles Puigdemont, quien, pese a no estar directamente concernido, encuentra en el fallo el estímulo para volver a hacerse oír como agitador de la situación y actor imprescindible en la escena política. La tercera, como efecto colateral de las dos anteriores, la solvencia, para unos, de nuestro sistema judicial interno y, para otros, la razonabilidad de nuestro acendrado europeísmo. La cuarta, las instituciones de la Unión, que deberán regular mejor, a partir del fallo, la armonización de la legislación común y las de los países miembros en lo tocante a los ahora inseguros requisitos para el acceso de los electos al Parlamento. Y, finalmente, la quinta de las piezas, sin pretensión de exhaustividad y dentro ya de lo político, la negociación que está produciéndose entre socialistas y republicanos con vistas a la investidura. Un conjunto, por tanto, de efectos múltiples y perversos.

De estas piezas, las judiciales habrán de resolverse en la sede pertinente. Desde mi ignorancia en la materia, me atrevería a decir que sólo la conciencia de que estamos ante las contradicciones propias de un sistema común, en el que la jerarquía orgánica ha de asumirse con naturalidad, podrá prevenir la reacción desmesurada de quienes querrían convertir tales contradicciones en escándalo con el que cebar, o bien un acomplejado papanatismo, o bien un chovinismo populista. Habrá que insistir, por tanto, en que el TJUE no es un órgano ajeno a nuestro sistema judicial, sino precisamente su cumbre, democráticamente asumida desde que decidimos caminar al unísono, con los demás países de la Unión, en la defensa y armonización de nuestros derechos y libertades. Gústennos o no, sus resoluciones son nuestras resoluciones. Cuestionar este principio equivale a subirse a las olas del «iliberalismo» nacional-populista que se arbolan de manera alarmante en no pocos países europeos. Sería el peor efecto de la sacudida judicial.

Pero, centrándonos en las piezas de orden político, sería ingenuo -o cínico- no reconocer que el fallo europeo trastoca de modo notable la expectativas que los propios protagonistas venían haciéndose -y creando- en torno al desenlace de la negociación con vistas a la superación de la investidura. El efecto es bifronte, ya que afecta tanto a ERC como al PSOE, aunque éste sea más reacio a admitirlo. En el caso de ERC, la afectación es patente. A las dudas que ya la inquietaban han venido a sumarse ahora los excesos que le inspirará, en el corto plazo, la euforia por el indudable triunfo judicial y que la empujarán a elevar hasta la desmesura sus reivindicaciones negociadoras. A este respecto, la más difícilmente atendible, la de los presos, se hará sin duda hueco dentro de un paquete de demandas que, pese a su opacidad o precisamente por ella, estaba ya resultando de difícil digestión para el interlocutor y para buena parte de la opinión pública. La presión de las bases añadirá tensión a las contradicciones que ya se agitaban en el seno del partido y que habrán debido ser conciliadas en el incierto congreso de este fin de semana. Y ello sin mencionar la que, ahora más que nunca, ejercerá su no menos eufórico socio secesionista.

Pero, si evidentes en el partido republicano, las dudas tampoco podrán negarse entre los socialistas. No es sólo que vayan a hacerse más sonoras las protestas que ya se escuchaban en algunos -pocos, aunque destacados- de sus miembros, sino que los recelos que una oposición desatada está dispuesta a manejar y manipular encontrarán ahora bases más sólidas en que apoyarse y resultarán, por ello, más amenazadores. El pánico que sentirán ambos interlocutores de estar acercándose al abismo -cada uno al suyo- podría congelar cualquier decisión por temor a que resulte inasumible incluso para el propio electorado. Si no frustrarse, la negociación se prolongará un tiempo para que ese temor -fundado o meramente inducido- pueda superarse. Y es que, más allá del debate sobre su pertinencia, el fallo del TJUE ha puesto sobre la mesa el asunto más espinoso de la negociación: el de unos presos que se sentirán ahora legitimados para alardear de ser más «políticos» que nunca.