IGNACIO CAMACHO-ABC
Lo que faltaba en este debate desquiciado es que el Notario del Reino sugiera que un juez tiene fama de lunático
ESPAÑA va a tener un serio problema democrático, o más bien de concepto de democracia, si entre todos permitimos la abolición de facto de la presunción de la inocencia. Si insistimos en someter el escrupuloso procedimiento jurídico al pálpito emotivo de las corrientes justicieras. Si aceptamos la noción aberrante de «veredicto social» que está proponiendo la extrema izquierda. Si toleramos que la calle condene a Rato, a Chaves, a Pujol, a Ignacio González o incluso a Puigdemont antes de que los tribunales emitan sentencia, o si cuando la emiten no la respetamos porque no encaja en nuestras prejuiciosas entendederas. Si no somos capaces de comprender, en suma, que la Justicia es una aspiración que se instrumenta a través del Derecho y su técnica.
Esa técnica se basa en el principio de contradicción, elemento esencial para aquilatar los argumentos y proteger las garantías. Si ese principio se destruye, como pretende la opinión populista, se hunde todo el tinglado procesal y queda anulada la defensa legítima. Sin objeciones, discrepancias, dudas o reparos no existe modo humano de llegar a una conclusión mínimamente objetiva. Y por tanto desaparece la posibilidad de que los juicios sirvan para elaborar una narración de hechos probados con cierta solidez empírica.
Por eso resulta desalentador que hasta el ministro de Justicia se haya sumado a la general lapidación del juez del tribunal navarro que en la controvertida sentencia de «La Manada» solicitó la absolución de los acusados. Ningún voto particular emitido en conciencia merece reproche aunque su contenido –como ocurre en este caso– pueda disgustarnos. Más que de un derecho, se trata de un deber del magistrado en el pleno ejercicio de su función de contraste del relato –la misma que el Vaticano, en las causas de canonización de santos, encargaba al «abogado del diablo»–, y nadie, sea representante político o simple ciudadano, tiene autoridad moral para censurárselo. Menos aún para sugerir, sin aclarar a qué se refiere, que el togado en cuestión arrastra un historial conflictivo que el Poder Judicial debería haber investigado. Si algo faltaba en este debate desquiciado es que el Notario Mayor del Reino, respaldado además por el PSOE, especule con la zozobrante hipótesis de que uno de los miembros de la sala gaste fama de lunático.
Últimamente, cada vez que un ministro abre la boca arma una crisis de Estado. Sobran nervios y brilla una clamorosa ausencia de oportunidad y tacto. Tanto Montoro como Catalá han pisado el mismo cable pelado, el que cortocircuita la independencia de un estamento sobre el que el propio Gobierno ha depositado la delicadísima tarea de actuar ante el conflicto separatista como ultima ratio. La que le corresponde, por otra parte, siempre que se respete su trabajo y no se siembre la devastadora sospecha de que disentir del criterio mayoritario es cosa de chalados.