Ignacio Camacho-ABC
El proyecto de indulto encubierto a Junqueras, la legitimación de un Torra en rebeldía, los coqueteos semiclandestinos con Venezuela bajo la influencia de Pablo Iglesias… Sánchez está convirtiendo al Gobierno y al PSOE en un aparato de poder sin reglas al servicio de un programa de refundación del sistema
Una reforma penal ad personam para excarcelar por la vía rápida a un reo de sedición condenado por el Tribunal Supremo. Guiños a la «dictadura tiránica» venezolana -palabras de Felipe González- a cuyo servicio zascandilea el expresidente Zapatero. Una reunión de un ministro, rozando la ilegalidad, en el aeropuerto con la número dos de un narcorrégimen que tiene prohibida la entrada en territorio europeo. Una visita anunciada «con mucho gusto» del presidente del Gobierno a un jerarca autonómico declarado en rebeldía contra su inhabilitación legal y atrincherado en el Parlamento. Un pacto con Bildu en Navarra y un voto en la Eurocámara contra la investigación de los crímenes de ETA no resueltos. Se diría que en esta segunda semana de la «coalición de progreso» no ha quedado un facineroso político ni un adversario del Estado de Derecho sin recibir su correspondiente deferencia u obsequio. Demasiados peajes -más los que vendrán y veremos- como precio inmediato del apoyo a préstamo de unos grupos que en Francia o Alemania tendrían la consideración de elementos antisistémicos. Una deriva de ruptura marcada por Podemos y ejecutada con entusiasmo por un PSOE en el que son incapaces de reconocerse sus cada vez más escasos miembros comprometidos con el clásico modelo socialdemócrata moderno.
Porque ahí es a donde Pedro Sánchez, con convicción o sin ella, ha conducido al Partido Socialista: a la condición de un aparato de poder sin reglas que bajo la abstracta cobertura de una alianza de izquierdas actúa como locomotora de un programa de refundación del sistema. La reconversión del presidente, su aparatosa contorsión respecto a sus propias propuestas, lo ha convertido en el tractor de arrastre de la convergencia entre comunistas, separatistas y demás grupos empeñados en superar la Constitución a través de una revisión encubierta, ya que por sí solos carecen de masa crítica para hacerlo de otra manera.
Así, por más que en el diseño del Gabinete el presidente haya intentado transmitir la impresión de asentar su liderazgo y su influencia, sus prioridades en estos primeros balbuceos de gobernanza se parecen demasiado a las de Pablo Iglesias y transparentan la voluntad inequívoca de complacer a un Junqueras que no se ha recatado en exhibir sus exigencias. De este modo, el PSOE aparece como el ejecutor de políticas ajenas, sea para despejar el camino penal de los condenados del procés, para aliviar a los presos etarras o para proteger la vinculación de Podemos con Venezuela. El resultado es que mientras el propio Sánchez se esforzaba en el Foro de Davos por tranquilizar al mundo financiero y la alta empresa -pese a que el año pasado prometió allí mismo evitar el pacto con los populistas entre calificativos de enorme dureza-, sus pasos en el interior de España apuntan en la dirección opuesta. No sólo se muestra como el rehén de su precaria correlación de fuerzas, sino como el agente complacido de un proyecto de radicalidad extrema.
La idea de reformar el Código Penal, por el método expréss, para facilitar la pronta libertad de los independentistas presos revela una asombrosa y grave falta de escrúpulos a la hora de someter el ordenamiento a las demandas de unos socios cuyo declarado empeño consiste en socavar el régimen constitucional desde dentro. Aconsejado por su gurú de confianza, el primer ministro ha decidido acometer en las semanas iniciales del mandato las medidas más antipáticas, pero este uso común en casi todos los gobernantes delata en su caso un concepto desaprensivo del poder y de las más elementales pautas de lealtad institucional y de ortodoxia democrática. Encubrir en un paquete de modificaciones legales la rebaja del tipo preciso que afecta a los dirigentes del secesionismo constituye casi un fraude de ley al implicar para su aprobación el voto favorable de los partidos que obtendrán de la nueva norma un directo beneficio. Dicho de otro modo, se trata de un indulto embozado, subrepticio, que necesita el apoyo de los mismos que han cometido el delito. Implicar al Parlamento en un juego tan sucio, tan fullero, de tan bajo estilo, demuestra la impudicia con que el sanchismo parece dispuesto a subordinar su supervivencia al desapego de cualquier convencionalismo político.
Esa falta de respeto a los patrones y principios de la responsabilidad en el liderazgo es la que ha inspirado el vergonzoso episodio del ministro Ábalos subido clandestinamente al avión de la lugarteniente del fantasmón bolivariano. Si sólo se tratase de la entrevista, aun con nocturnidad y ocultamiento, podría pasar por un desafortunado mal paso diplomático. Coincide, sin embargo, con el desdeñoso repudio indirecto que supone la negativa de Sánchez a recibir a quien el año pasado reconoció como legítimo presidente venezolano, y del que ahora parece avergonzarse bajo el influjo claro de un Iglesias para el que Guaidó resulta inevitablemente un visitante poco grato.
A este respecto la cadena de despropósitos ha sido notable, desde el intento de negar el contacto hasta su inaceptable minimización como un asunto secundario. Un Gobierno y un partido que presumen de progresismo avanzado no pueden considerar una minucia la tragedia de un país hermano en medio de una emergencia humanitaria, con cuatro millones de exiliados y una condena internacional por violación de los derechos humanos. Y menos aún, alinearse con los responsables de ese descomunal atentado a los derechos democráticos, reunirse a escondidas con sus representantes plenipotenciarios y negarle en cambio la mano al líder alternativo que la Unión Europea ha respaldado. Le guste o no a Sánchez, ha quedado para la ocasión como Cagancho en Almagro, plegado a los intereses -¿cuáles exactamente, de qué clase de lazos?- de un aliado que desde hace años mantiene con el chavismo relaciones inconfesables y vínculos financieros parcialmente documentados, y de un Zapatero cuya supuesta tarea de mediador se antoja sospechosamente determinada por la procedencia de sus honorarios.
Convertido pues, hasta ahora, en títere o colaborador instrumental de Iglesias, de Junqueras, de Maduro, de ZP, de Otegi o de Torra, de Pedro Sánchez se espera que comparezca en algún momento en la defensa de la nación española a la que su cargo le obliga siquiera de forma teórica. Si no es mucho pedir, tal como van las cosas.