El aplauso apagado

 

  • Por más que la política te haya hartado de fingir coraje y ánimo, no olvides que los aplausos eran para los sanitarios
Ignacio Camacho-ABC

Qué solo te sentiste cuando el eco de tu puntual aplauso rebotó como un breve aleteo en el silencio de la calle. Estaban vacíos los balcones donde no hace mucho el vecindario se asomaba cada tarde y no encontraste una mirada, una sonrisa, un gesto cómplice o solidario en el que reflejarte. Ni siquiera sonaban en otras manzanas las músicas vibrantes que semanas atrás instaban a la resistencia, a la autoconfianza y al coraje. Tus palmadas se quedaron como colgadas del aire; aún insististe un poco más por ver si se animaba alguien antes de claudicar con una sensación derrotista, penosa, desmoralizada, acre. Y al cerrar la ventana te quedaste un momento parado tras los cristales pensando si la gente

ha dejado de aplaudir por rutina, por cansancio, por hartazgo de los políticos incapaces, o tal vez porque piensa que se ha normalizado el colapso crítico de los hospitales. Acaso por todo a la vez, quién sabe, o simplemente porque le ha perdido sentido a la necesidad de animar y animarse y sólo espera el momento de volver a sus hábitos normales. También puede que sea por rebeldía pasiva, por una especie de protesta callada ante la imposibilidad de manifestarse contra el fracaso clamoroso de los gobernantes. Que se trate de un modo de decir que ya está todo el mundo harto de fingir entusiasmo amable.

En este largo encierro se ha extraviado el sentido originario del aplauso, que era el de enviar un mensaje de estímulo y de gratitud a los sanitarios que se enfrentaban a la enfermedad mano a mano. Ellos mismos han dejado de conmoverse porque no han visto que el reconocimiento ciudadano haya servido para que las autoridades mejoren sus condiciones de trabajo. Casi treinta mil de ellos se han infectado y barruntan que un desconfinamiento prematuro pueda volver a disparar las cifras de contagio. Sienten que nadie les ha escuchado a la hora de planificar el siguiente paso y temen que el Gobierno y la sociedad se olviden de su esfuerzo dramático por preservar la vida de miles de seres humanos. Sólo sus familias han compartido sus noches de rabia y de llanto, el desolador desgarro de volver a casa tras haber visto morir en soledad a muchos enfermos entubados. A la mayoría les molesta que les llamen héroes y los homenajeen sin haberles dotado de los materiales de protección necesarios. Ellos no lo olvidarán y nosotros, «cuanto-todo-esto-pase» -otra frase que se apaga-, tendremos la obligación moral de recordarlo. Con más motivo ahora que «esto» todavía no ha pasado.

Porque «esto» no es el confinamiento, ni el abusivo estado de alarma, ni el maldito caos político. «Esto» es el virus. Y si te agarra cuando creas que está vencido sólo te quedará la esperanza de que los profesionales de la sanidad te ayuden a combatirlo. Por eso cuando salgas esta tarde al balcón no te debe descorazonar el vacío. Sigue aplaudiéndoles: se lo han merecido.