Ignacio Camacho-ABC
- La verdadera alarma empezará el día que caigan las últimas instituciones de guardia frente a la tentación autoritaria
Cuando el Gobierno decidió en mayo dejar caer sin alternativas jurídicas el último estado de alarma, ya barruntaba o sabía que la ponencia del Tribunal Constitucional apuntaba a invalidar el primero. Más: ya estaba presionando a algunos magistrados, a través de Carmen Calvo, para que votasen en sentido contrario. Y en tanto llegaba la sentencia optó por la política del caos, que es la que ha mantenido desde que estalló la pandemia a principios del pasado año. Caos y mentiras, caos y chanchullos tácticos, caos y ocultación, caos y fracaso porque es imposible abordar una crisis de ese tamaño sin otro propósito que el de esquivar responsabilidades, ponerse a salvo del descontento ciudadano y aprovechar la situación para implantar medidas de corte autoritario.
Importante: el veredicto del TC no niega la pertinencia de las decisiones adoptadas, ni discute que fueran imprescindibles para atajar la catástrofe sanitaria. Lo que sostiene es que dichas órdenes, por su gravedad e impacto, encajan en el estado de excepción y no en el de alarma. Y el matiz es relevante dado que el primero de ellos requiere la autorización previa del Congreso mientras el segundo se puede promulgar por decreto. Es decir, que Sánchez tomó un atajo para suspender, que no limitar, ciertas libertades y derechos -circulación, residencia y reunión- acogidos a especial protección garantista en el ordenamiento.
Es cierto que la delicadeza de la cuestión aconsejaba un desenlace de mayor consenso. El Ejecutivo está cuestionando ya que seis jueces contra cinco deban -poder, pueden- revocar una resolución cuya prórroga obtuvo el apoyo de la casi totalidad del Parlamento, incluido el grupo que la acabó recurriendo. Tampoco es la primera vez ni será la última; la expropiación de Rumasa y la ley del aborto de González, entre otros asuntos sonados, se sustanciaron con el voto de calidad del entonces presidente del TC, García Pelayo. Pero la campaña de propaganda sanchista está servida y vuelve a incidir en la deslegitimación global del sistema de justicia, señalado como un nido de fascistas atrincherados en su garita corporativa. El argumentario de la trompetería oficial obvia adrede que dos miembros ‘conservadores’ del Tribunal se han alineado con la minoría y que el fallo ha salido adelante con el respaldo de una magistrada tenida por progresista.
Da igual: el enésimo varapalo encajado sólo es el pretexto para otra batalla: la de la sumisión de la autonomía judicial a la correlación puntual de fuerzas parlamentarias. La falacia de la separación de poderes como una carga, una amenaza, un impedimento para el ejercicio de la voluntad democrática. Por fortuna momentánea, todavía quedan instituciones de guardia dispuestas a defender la supremacía de la ley como una fortaleza sitiada. El día que esa última barrera caiga sí que habrá motivos de verdadera alarma.