Iván Igartua-El Correo

Catedrático de Filología Eslava (UPV/EHU)

  • De la lengua que alguien habla no pueden inferirse sus ideas políticas

Cuando las lenguas se enarbolan como emblema, corren el serio riesgo de convertirse en problema. Sucede de forma casi inevitable. Una herramienta esencial de comunicación y de transmisión de información como es el lenguaje, la más eficaz que ha desarrollado nunca el ser humano, tiende entonces a cargarse de tintes simbólicos, identitarios o ideológicos que acaban alejándola de su función primaria. De puente entre personas la lengua marcada pasa a ser barrera, obstáculo intencionado que establece los límites de la comunidad imaginaria, un ‘shibboleth’ (o ‘chibolete’, en su versión unamuniana) con el que, como en el pasaje de la Biblia (Jueces 12, 6), se busca cerrar el paso, incluso de manera cruenta, a los foráneos que en el mundo son.

Lo expresó con su habitual sutileza Sabino Arana: si alguna vez los ‘maquetos’ aprendieran euskera, los nacionalistas -los bizkaitarras, a la sazón- deberían dedicarse a hablar ruso, noruego -¿se optaría por el bokmål o el nynorsk?- o cualquier otro idioma desconocido, con tal de mantener intacta la frontera interior, la separación rotunda entre opciones ideológicas antes que lingüísticas.

Hay intencionalidades que aguantan relativamente bien el paso del tiempo. Mantener las lenguas propias de los estatutos de autonomía adheridas al ámbito de lo emblemático, su reivindicación como marcador de identidad nacional, las puede hacer derivar en armas arrojadizas o, en el mejor de los casos, en materia prima para el mercadeo. Algo en principio saludable como el uso de las lenguas cooficiales en las instituciones comunes, en lo que el Congreso de los Diputados se ha sumado al Senado doce años más tarde, se pervierte de entrada cuando sus impulsores se saltan el reglamento horas o días antes de que este sea modificado a su gusto (con un Parlamento, eso sí, dividido casi a partes iguales).

O lo que es lo mismo: cuando las lenguas no se emplean para expresarse con la mayor naturalidad de la que uno resulta capaz, sino para espetarlas, para lanzárselas como dardos al adversario político y, por extensión, a sus representados.

En ese escenario reciente hemos podido percibir al menos dos tipos de reacción, además de la entusiasta, que en este caso no cuenta: la que a algunos les pedía su cuerpo soliviantado (llamémosla vía Vox) y aquella que a buen seguro dictaba la cabeza (la vía Sémper, casi siempre en su lúcida soledad). La primera retroalimenta la visión emblemática de las lenguas, que ve de algún modo realizada su ensoñación victimista, de la que tanto partido saca. La segunda contribuye a desactivar el discurso dominante en los nacionalismos arrebatándole su principal argumento (el del arrinconamiento y la injusta discriminación de las lenguas).

Poca duda cabe de que es esta segunda la vía más productiva e inteligente. Los partidos nacionales harían bien en integrar el uso del conjunto de las lenguas españolas en sus actividades y declaraciones, porque es el movimiento que más socava la posición de quienes sostienen la idea de lengua como símbolo, como pilar de la construcción nacional y quintaesencia de la uniformidad político-cultural a la que conducirían sus aspiraciones últimas. Desde esa perspectiva, un no nacionalista hablando en una lengua minoritaria (en su código, minorizada) se les antoja, cuando menos, una incomodidad, en la medida en que, con esa acción, la está despatrimonializando.

No se trata de proclamar, a diferencia de aquellos versos de Gabriel Aresti a Tomás Meabe, que «solo es español quien sabe (…) las cuatro lenguas de España» (hoy ya alguna más), cosa que solo muy pocos habrán logrado -y tampoco es cuestión de abandonarse a la melancolía lingüística-, pero sí de mostrar con hechos algo obvio, aunque a veces se olvide: de la lengua o lenguas que alguien habla no pueden inferirse sus convicciones políticas, por mucho que el determinismo lingüístico quiera otra cosa. No existe, con carácter general, tal correlación entre idioma e ideología, aunque enseguida acuda a la mente algún ejemplo chillón de asociación impuesta -o impostada- entre ambos. De la misma forma en que no es imposible un independentismo vasco que se exprese preferentemente en castellano, son perfectamente viables el vasquismo, el catalanismo o el galleguismo constitucionales. Pensar lo contrario significa tragarse un absurdo de gran calibre.

Por ello, incorporar las lenguas cooficiales a la agenda de los partidos con representación nacional debería ser una estrategia compartida. También su fomento equilibrado sobre unas bases transversales que impliquen un amplio consenso y no arrumben a parte de la ciudadanía, por pequeño -o grande- que sea ese sector. La auténtica normalización de las lenguas en cada territorio vendrá por esa vía, cuando la opción lingüística no se presuponga atada a un ideario concreto. La pugna está precisamente ahí, en restituir a las lenguas su función principal de intercambio y comunicación, decapando el espeso barniz identitario que se les ha acumulado. Una lengua que ya no es emblema no puede ser un problema.