IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La sentencia de Rato fue un ejemplo de populismo punitivo en medio de un clima social de incendiario tinte antipolítico

Aquella foto de Rodrigo Rato entrando en un coche policial con la mano de un agente sobre su cabeza quedará como icono de una abolición simbólica de la presunción de inocencia. El arresto, con despliegue propio de un narcotraficante, lo habían practicado fuerzas de Vigilancia Aduanera enviadas por el Ministerio de Hacienda (del PP) previo aviso a la televisión y la prensa. Ocho años después aún no ha ido a juicio por las acusaciones que motivaron aquel aparatoso registro en su vivienda y en el resto de su peripecia judicial tuvo suerte diversa: salió absuelto del sumario de Bankia y condenado a cuatro años por el de las tarjetas. Ahora es voluntario en un comedor social y promociona de un libro en el que ajusta (a medias) algunas cuentas y relata que en Soto del Real practicó la meditación budista impartida por Oriol Junqueras, quien con una sentencia de doce años por sedición salió antes de que él cumpliese su pena.

Rato pudo ser el gran líder de la derecha. Tenía discurso, talento, proyecto y un gran arraigo en su partido, pero al final Aznar designó a Rajoy y le cambió el destino. La sentencia de las tarjetas ‘black’ fue un ejemplo de populismo punitivo en medio de un clima social de incendiario componente antipolítico. El Ejecutivo marianista, agobiado por la indignación popular contra la crisis bancaria, lo escogió como chivo expiatorio y lo echó a los leones creyendo que así aplacaría la oleada de odio desatada por las medidas de Guindos y Montoro. No era inocente, al menos del ruidoso dispendio de los gastos encubiertos, y siempre mantuvo una relación como mínimo ambiciosa con el dinero, pero fue víctima de un linchamiento alentado por el Gobierno para zafarse –en vano– de las denuncias de corrupción que lo tenían bajo asedio. La maniobra evasiva ni siquiera surtió efecto porque todo el mandato de Rajoy estaba ya contaminado por una sucesión de escándalos superpuestos.

Sin ser el suyo el único caso similar, sí constituye un destacado paradigma de la pulsión autodestructiva que sacude la política. Un hombre inteligente, con una posición influyente y una trayectoria reconocida, que acaba atrapado en la pinza entre sus propios errores y una confluencia de circunstancias críticas que se le precipitan de golpe encima. Esa clase de encrucijadas implacables donde nadie conoce a nadie porque lo único que les importa a todos es salvarse, eludir por cualquier método sus propias responsabilidades. Fueron sus antiguos compañeros y colaboradores quienes lo arrastraron a la cárcel utilizándolo como válvula de escape de la asfixiante presión de las protestas sociales. La filosofía zen la aprendió demasiado tarde. Pecó de soberbia, minimizó los riesgos y calculó mal sus fuerzas sin caer en la cuenta de que carecía de salvavidas para flotar en aguas turbulentas. O quizá olvidó que el poder nunca consiente desafíos a su razón suprema.