FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

Hace ahora 30 años, el cineasta australiano Peter Weir estrenaba una película de gran emoción y belleza en aquel año de la caída del Muro de Berlín. De hecho, adquirió casi timbres de clásico al poco de llegar a la cartelera. Su título es El club de los poetas muertos. Ambientada tres décadas atrás (1959), relata la historia de un grupo de alumnos de un colegio norteamericano (la academia Welton) que fundamenta sus enseñanzas en la tradición, el honor, la disciplina y la excelencia.

Con el nuevo curso, se incorpora como profesor un antiguo alumno, John Keating, que interpreta magistralmente Robin Williams, quien romperá el discurrir monocorde de la institución merced a su amor a la poesía y a su generosidad. Frente a la rutina sacralizada de las lecciones repetidas sin querencia, de la monotonía de manual, míster Keating anima a sus estudiantes a que disfruten de la poesía para avivar sus sentidos y lograr que sus vidas resulten extraordinarias. Haciendo suyos unos versos de Robert Frost –«Dos caminos se abrieron ante mí. Tomé el menos transitado: eso marcó la diferencia»–, seduce a sus discípulos para que vibren con la literatura en todo momento y lugar.

Una auténtica revolución entre el disfrute vocacional propio y la fascinación del estudiantado, de un lado, y la resistencia académica y la perplejidad paterna, de otro. Esa comunión obra milagros en alumnos que, a la luz de la poesía, alumbran talentos ocultos. Pero también origina la tragedia del prosélito al que su pasión por las letras le lleva a chocar abruptamente con el rocoso autoritarismo del padre que coarta su personalidad bajo amenazas. A consecuencia del trágico desenlace de esa colisión de caracteres, el profesor Keating es expulsado sin honores ni reconocimientos de colegas y rectores del colegio. Pese a ello, en el adiós de la muda desesperación, mientras se retira silente, los colegiales le despiden salmodiando con rendida devoción las célebres estrofas de «Oh, capitán, mi capitán» de la elegía en la que Walt Whitman evoca la llegada del cadáver de Lincoln a Illinois tras ser asesinado al grito «Sic semper tyrannis!»(«¡Así siempre los tiranos!»).

«Por ti se izan banderas y los clarines claman. /Son para ti los ramos, las coronas, las cintas. /Por ti la multitud se arremolina, /por ti llora, por ti su alma llamea /y la mirada ansiosa, con verte, se recrea», así homenajea el eximio rapsoda al presidente libertador de los esclavos y al que, con ese pretexto, forjó una nación que podía haber devenido en una disgregada confederación. Opuesto a la secesión del sur esclavista, pronunció unas palabras proféticas y eternamente presentes: «Una casa dividida contra sí misma no puede mantenerse. (…) No espero que la Unión se disuelva –no espero que se derrumbe–, pero sí espero que deje de estar dividida. Será del todo una cosa o la otra».

Pero, si el soñador maestro resucitó del parnaso a aquellos poetas muertos para exhortar a sus escolares a «coged las rosas mientras podáis, /veloz el tiempo vuela. /La misma flor que hoy admiráis, /mañana estará muerta», no urge menos revivir a aquellos estadistas que no se contentaron con hacer lo que pudieron, sino aquello que debían. A diferencia de aquellos otros que, catalogados de grandes hombres en atención a sus cargos, se mostraron bien pequeños a juzgar por sus hechos y actuaciones. Justo lo que acaece con el prolongado bloqueo político en España.

En este brete, cobra vigencia el sarcasmo de Romanones cuando Melquíades Álvarez le interpeló desde la tribuna en estos términos: «¿Sabe su señoría, señor conde, lo que hizo Gladstone en circunstancias parecidas?», aludiendo el diputado reformista al gran estadista liberal británico William Gladstone. Oído lo cual, pese a su acusada sordera, el tantas veces ministro y parlamentario se volvió hacia los escaños de su partido y deslizó entre dientes: «¡Aquí, con esta tropa, querría ver yo a Gladstone!».

Esa inexistencia de estadistas, sin llegar al extremo de pedirles que sean capaces de oír el golpear en la distancia de los cascos del caballo de la historia y hábiles para agarrar las riendas del corcel cuando, a galope tendido, pasa por delante, brincar a la montura y calzarse los estribos, como refería el canciller de hierro Bismarck, explica la crisis de gobernación en España desde hace año y medio, aunque no tenga la patente de marca. Basta con mirar al Reino Unido y con no perder de ojo a Italia, pese al remiendo del presidente Mattarella al roto hecho por Salvini para forzar elecciones creyéndolas ganadas.

A este respecto, no cabe incumbencia mayor y directa que la del presidente en funciones, Pedro Sánchez. Primero montó en mayo de 2018 una moción de censura destructiva –cuando la Constitución impone que sea constructiva– contra un desnortado Rajoy con el estricto objetivo de ir a las urnas con el beneficio de encararlas desde el Gobierno, lo que le permitió ser la lista más votada, si bien a 53 escaños de la mayoría absoluta. Satisfecho ese propósito, aun en lo raquítico de su triunfo, emprendió una investidura deliberadamente fallida para acometer una especie de segunda vuelta este noviembre para, desde la misma posición de primacía que en abril, pegar el estirón que le permita gobernar en solitario con acuerdos a conveniencia.

Ahí se encierra todo el misterio del año y medio perdido desde el aguijonazo mortal de escorpión que le sacudió a un Rajoy al que se acercó unas semanas antes para que le ayudara a vadear el río. Todo ello después de descalificarlo personalmente –«usted no es decente»– y del «no es no» y cuántas veces debía decirle no a su petición de que el PSOE se abstuviera para desbloquear su investidura. Sibilinamente, Sánchez llegó al punto obsequioso de ofrecerse a Rajoy para ampliar el cicatero 155 aplicado tras el golpe de Estado perpetrado a pachas por Puigdemont y Junqueras contra el «Le Pen catalán» Torra (Sánchez dixit). Ello le reportó que Rajoy realzara, contraponiéndolo a Rivera, su carácter de hombre de Estado. Una vez defenestrado tras el aguijonazo mortal de la «moción de censura Frankenstein», el ya presidente Sánchez recibiría en La Moncloa a un Torra que entró con el lazo amarillo en la solapa y suscribiría con él la claudicación de Pedralbes, de la que renegaría apremiado por el anuncio de concentración auspiciada por el centroderecha en la madrileña Plaza de Colón.

Cuatro meses de simulación para teatralizar su aparente voluntad de acuerdo, cuando ésta era inexistente como fue vana la espera de Godot. Sánchez ha actuado como aquella pobre muchacha inglesa que, según el memorable doctor Johnson, tenía una prima en Barbados que, en una carta, le manifestó su deseo de que la visitará explayándose sobre las comodidades de las que gozaba y la felicidad de su situación. En vista de ello, emprendió el largo viaje y, al llamar a la puerta, su prima se mostró sorprendidísima de su presencia afeándole cómo se le había pasado por la cabeza viajar hasta allí. «Pues porque tú me habías invitado», respondió. «Pero es que –arguyó la prima– nunca pensé que se te ocurriría venir». A la primera oportunidad, tras sufrir las de Caín alojada en un cobertizo, la inocente puso rumbo de retorno a Inglaterra a la primera oportunidad.

Es lo sucedido con los ofrecimientos de Sánchez para supuestamente sacar adelante su investidura tras aceptar la alta encomienda de Felipe VI. En realidad, se lo ha tomado como un mero formalismo para hacer tiempo para las votaciones que, con todos los resortes del poder a su servicio, espera ganar de calle. Claro que no sería ni el primero ni el último aspirante que, confundiendo realidad y deseo, se extravía.

Como Vladimir y Estragon, los protagonistas de Esperando a Godot, su «socio preferente» Pablo Iglesias, al igual que en la obra de Samuel Beckett, se ha quedado aguardando en vano su incorporación a un imposible gobierno de coalición. En su consternación, ha desfogado su impotencia delirando con ocurrencias como hacer la prueba de gobernar al alimón unos meses. Si Sánchez no queda satisfecho, lo pone en almoneda, como si fuera una prenda de almacén, sin perder el PSOE el apoyo parlamentario de Unidas Podemos.

Si esto es así en lo que hace a UP, otro tanto atañe al centroderecha con quien no ha tenido el menor interés de avenir nada. Más allá de dimes y diretes de unos y otros, hubiera podido promover una gran coalición con el PP en línea con el que le planteó Rajoy al PSOE o bien una alianza con Cs en parangón con el abrazo programático que se dieron Sánchez y Rivera en 2015. A la hora de la verdad, la formación naranja no habría podido decir no. Como tampoco los socialdemócratas alemanes pudieron tras hacer cuestión de ello en campaña y luego justificar su rectificación por razones de Estado perfectamente entendibles por sus bases y votantes. Fue esa misma grandeza de miras la que llevó a Lincoln a incorporar a sus tres rivales en 1860.

En la cita de abril, el electorado dispensó a Sánchez la descomunal oportunidad de pactar a derecha e izquierda, y lo ha desaprovechado para no decantarse de cara a las elecciones que ha perseguido con denuedo dando apariencia de centralidad. Con ello, un impredecible Sánchez, al que mueve exclusivamente sus inescrupulosos deseos de poder, sin que nadie sepa a qué atenerse con él, busca ampliar su mayoría sin aclarar cuál es su modelo de España ni qué derroteros va a tomar en economía.

No obstante lo cual, puede presumirse lo uno y lo otro. De un lado, mirando a Navarra y de otro, observando su gusto por multiplicar el gasto y cargar la presión fiscal sobre las espaldas baldadas de la rentas del trabajo. Lo disfraza con el trampantojo de que cargará la suerte sobre unas grandes fortunas que pueden permitirse el lujo de «votar con los pies», esto es, marcharse y poner sus caudales al buen recaudo de países con temperaturas fiscales más benignas que la tórrida España.

De esta guisa, jugando con una opinión pública confundida, Sánchez ambiciona este 10-N un cheque en blanco con el que marchar libérrimamente en una dirección o en su contraria y en la que todo le esté permitido en un tiempo en el que han desaparecido del mapa estadistas de mirada larga y paso firme. Sólo restan improvisados dirigentes que brillan por su incompetencia y a los que, en su ciego partidismo, no les importa enrarecer la convivencia o mercadear con lo que sea menester.

Por esa pendiente, rueda cuesta abajo una política que se aleja cada día más de la dignidad debida y del respeto al ciudadano. Vote lo que vote, siempre queda al albur de aquellos a los que les interesa el poder como un fin en sí mismo. En los antípodas del estadista que sospecha de sí mismo cuando empiezan a gustarle los privilegios del poder, lo que únicamente se combate con «un espíritu de alerta especialmente desarrollado», como resaltaba el gran intelectual y presidente checo Václav Havel. Digno de engrosar, sin ninguna duda, tanto el club de los poetas muertos como el panteón de los grandes estadistas. «Oh capitán, mi capitán…», que lamentaban en su orfandad tanto aquel poeta inmenso como aquellos escolares de la Academia Welton.