Ignacio Camacho-ABC
- La Superliga pretende segregarse de las clases medias y crear un monopolio cerrado a la libre competencia
La Copa de Europa, el Santo Grial futbolístico sobre el que el Real Madrid edificó su leyenda, nació a mediados de los cincuenta como una idea para coser a través del deporte las heridas emocionales de la guerra. Fue un proyecto alumbrado para unir y por eso se entiende mal que Florentino Pérez, el heredero del gran legado de Santiago Bernabéu, se haya juramentado con otros colegas en el empeño de transformarlo en un círculo de patricios millonarios con exclusividad de acceso. Esa burbuja de élites tiene sentido desde el concepto empresarial de un negocio más de la industria del espectáculo, con sus marcas globales y su influyente estructura de poder blando, y puede servir a entidades como el Barça,
la Juventus o el propio Madrid para competir con la pujanza de los jeques y sus clubes-Estado, pero al relegar las Ligas nacionales al segundo o tercer plano atenta contra la dimensión popular del fútbol, contra su arraigo comunitario y contra su ya muy decreciente espíritu romántico, ese escaso idealismo simbólico que aún sostiene mal que bien la comunión sentimental de millones de aficionados.
El modelo de la Superliga, con derecho de admisión reservado, supone la abolición de la cultura del mérito. La magia planetaria de este juego tiene un secreto que reside en la posibilidad -mayor que en ningún otro deporte- de que un equipo pequeño pueda ganar a uno de rango superior a base de suerte y esfuerzo. Si ese factor igualitario desaparece mediante el simple procedimiento de expulsar a los modestos sólo queda la fuerza avasalladora del dinero, que multiplicará a su alrededor la concentración de talento. La competición en ciernes pretende segregarse de las clases medias y crear un monopolio aristocrático cerrado a la competencia y por tanto contrario a los principios vertebrales de la Unión Europea. El descarte es tan tajante que desdeña a antiguos campeones -Ajax, Benfica, Oporto, Marsella- y a clubes de solera como Lyon, Nápoles, Sevilla o Valencia, reducidos junto a sus multitudinarias masas de seguidores a la categoría de cantera subalterna. Pagar, ver (por la tele) y callar: eso es lo que les espera a los niños que compran con ilusión unas camisetas condenadas a representar pasiones muertas.
Porque eso es lo que este proyecto olvida: que el fútbol, por muy contaminado que esté de ímpetu mercantilista, constituye una pasión identitaria que se disfruta o se sufre de por vida pero no se cambia nunca por otra distinta. Es algo que empieza con el escalofrío que se siente al entrar por primera vez al campo con tu padre de la mano. En mi caso ocurrió un día que jugaban Gento y Amancio y desde entonces mi corazón es blanco. Ese orgullo de pertenencia sigue intacto y lo único que podría quebrarlo es que el Madrid malverse su ejemplo de liderazgo para convertirse en un equipo antipático. Por muy moderno y rutilante que sea el nuevo estadio.