J. M. RUIZ SOROA-El Correo

Es un sistema de pacto obligado e inevitable entre dos poderes que mantienen su ámbito jurisdiccional respectivo, pero que no pueden romper su relación, que están obligados a entenderse

Aunque es una idea que ha acariciado el PNV desde los tiempos de Josu Jon Imaz, ha sido recientemente, en la propuesta parlamentaria que ha presentado para la reforma del Estatuto de autonomía, cuando este partido ha desarrollado más a fondo las supuestas posibilidades de la extrapolación del Concierto. ¿Por qué no usar para lo político el modelo que tan buen resultado ha dado en lo fiscal y financiero y que, además, goza de un prestigio y legitimación altísimo entre los ciudadanos? El PNV lo hace de forma que la traslación al plano político del modelo concertista lleva a un modelo de relación bilateral y pactada entre dos sujetos políticos de igual rango, una relación (el nuevo estatus) cuyos contenidos concretos no estarían sujetos a límites competenciales prefijados en la Constitución, sino sólo a la respectiva voluntad para avanzar de las partes (y a su fuerza negociadora, claro).

En esta extrapolación nacionalista del sistema concertista el resultado es una situación de naturaleza fundamentalmente confederal, en la que el sujeto vasco pasaría a asumir prácticamente todas las competencias materiales en que consiste hoy en día la actividad normal de un Estado social de Derecho, reservándose para el español poco más que una simbólica dirección del conjunto (la Corona) y la defensa internacional. Ni siquiera conservaría la competencia de resolución de los conflictos (si es que podía quedar alguno) porque éstos los resolvería una Comisión Mixta o un arbitraje pactado.

¿Es esto así? ¿Es correcta la idea de que la versión política de los rasgos esenciales del Concierto conduce inevitablemente a un régimen laxamente confederal que pende finalmente de la libre decisión de una de las partes de abandonarlo? Creo que no, y que un estudio detallado y profundo de la cuestión arroja conclusiones parcialmente distintas. Curiosamente, es un asunto que estudié en profundidad hace ya más de un decenio (‘El Concierto Económico como paradigma político’, Claves de Razón, 2006). Veamos pues.

Comenzando por lo elemental, los rasgos implícitos en el Concierto actual son los siguientes: A) Existen dos ámbitos territoriales diversos, cada uno dotado de su propio poder de dirección. B) El régimen fiscal a aplicar en el ámbito vasco se establece mediante pacto. C) Ese pacto debe respetar las peculiaridades vascas y su capacidad para autoregularse. D) Pero esa particularidad debe engranar en el conjunto español con cuyos principios básicos debe armonizarse. E) Todo ello está justificado por la historia.

El PNV se fija solo en algunos de esos rasgos, concretamente en el carácter de sujeto propio del poder vasco y en la naturaleza pacticia del régimen económico: ahí está, soberanía y bilateralidad, concluye. Pero no atiende a otro rasgo esencial del sistema: el de que el pacto entre poderes no es de contenido libre e indeterminado, sino que es un pacto para integrar a una parte en un todo. En concreto, y tal como lo establece el Concierto (art. 3 ley 2002), el sistema fiscal y financiero vasco debe respetar la unidad económica del territorio español, no puede distorsionar la asignación de recursos, la competencia empresarial o las libertades de circulación de personas y capitales y, además, debe mantener en Euskadi una presión fiscal efectiva global equivalente a la existente en el territorio común. Vamos, que no se puede pactar lo que en cada momento se quiera (o se pueda) sino que una gran parte del contenido está predeterminado por el poder español: es su nivel de presión fiscal y su sistema impositivo el que debe respetar el poder vasco. Con matices y particularidades, pero está sujeto a él.

Pues bien, no parece muy difícil traducir estas limitaciones al plano político: la unidad de mercado no es sino la unidad nacional, el poder de asignar los recursos no puede ser políticamente sino el de establecer las instituciones sociopolíticas básicas y sus líneas maestras, y el de equivalencia en la presión fiscal no sería sino el de garantizar una sustancial similitud de las posiciones jurídicas básicas de todos los españoles.

Dicho en otros términos: aunque a la población se le haya machacado el cerebro durante años con lo de que «el Concierto significa nuestra soberanía fiscal», esa es una idea patentemente falsa de acuerdo con la ley. Si mañana un régimen socialmente aventurero en Madrid elevara en 10 puntos la presión fiscal, o uno trumpero la bajara similarmente, las diputaciones tendrían que seguirle. No a la letra, pero sí en lo básico. Por eso, el Concierto no es un pacto de contenido libre entre dos poderes iguales, sino un pacto de contenido limitado para integrar un ámbito particular en uno más general. No es soberanía, es autogobierno. Más amplio, sin duda, que el de otras comunidades, pero autogobierno.

Lo cual se manifiesta igualmente en el asunto de la libertad de pacto. Es cierto, el funcionamiento del Concierto requiere el acuerdo de ambas partes. De ello podría deducirse (y el nacionalismo así lo hace) que si existe el poder de acordar debe existir también el de no acordar, o, más claro, el poder de romper algún día el pacto (secesión). Patentemente equivocado: dicho en términos lógicos, en el sistema del Concierto el pacto excluye tanto a su contrario (el que una parte se imponga a la otra) como a su contradictorio (el no pacto). Es un sistema de pacto obligado e inevitable entre dos poderes que mantienen su ámbito jurisdiccional respectivo, pero que no pueden romper su relación, que están obligados a entenderse. Esto suena raro para la mente jurídica actual pero es frecuente en la historia institucional europea, que es de donde tomamos el modelo.

De forma que, guste ello más o menos a cada cual, lo cierto es que la extrapolación del Concierto al ámbito político no lleva sin más al cielo confederal de la «unión con la Corona» en que sueñan algunos. Es un poco más complicado. Y más limitado.