Ignacio Camacho-ABC
- Para merecer el liderazgo hay que saber asumir la muerte de miles de conciudadanos como la constatación de un fracaso
Angela Merkel no ha sido nunca una dirigente propensa a la posmoderna política de las emociones. Todo lo contrario: sin llegar a la dureza de carácter de Thatcher, gasta fama de racional, austera, de talante reacio al sentimentalismo fácil. Muy «alemana» en la extensión más estereotipada de la palabra. Por eso se hizo raro oírla hablar, como ayer bajo la cúpula de cristal del Bundestag, «desde lo más profundo del corazón», al borde de las lágrimas, para decirle a su nación que las cifras de muertes por Covid han alcanzado niveles críticos de alarma. Se refería a un pico de 590 muertos, dato que España, con casi la mitad de habitantes, ha rozado en noviembre durante varias jornadas. A dos
semanas de Navidad, el desgarro de la canciller tenía tintes de advertencia dramática: una celebración imprudente de las fiestas puede desencadenar en enero otra emergencia sanitaria. O se reducen los contactos sociales y familiares o vamos de cabeza a la tercera oleada.
Alemania es un Estado federal en el que el Gobierno tropieza con serios problemas para imponer su criterio a las autoridades territoriales. Pero a diferencia del Ejecutivo español, se niega a declinar sus responsabilidades y se esfuerza por estrechar el campo a los länder. Merkel no parece dispuesta a refugiarse en ninguna cogobernanza para eludir su deber de prevenir la catástrofe. Y tampoco vende optimismo hueco porque sabe, y así lo ha proclamado, que los efectos de la vacuna tardarán bastante en notarse. Que su emotivo discurso sucediese en el debate de Presupuestos da una idea de su orden de prioridades; con la pandemia por medio no se le pasó por la mente afirmar, como Sánchez, que las cuentas son lo único importante.
Esto no quiere decir que haya acertado con sus recetas. Frente al virus todo el mundo va a tientas. No hay método que ofrezca certezas más allá de un nuevo confinamiento duro, largo e inasumible porque llevaría a la quiebra a cualquier economía por fuerte que sea. La segunda ola ha impactado de lleno a países que surfearon bien la primera, y en cambio en España ha acabado por tener éxito la criticada estrategia adoptada por la comunidad madrileña. La cuestión va de compromiso, de implicación, de madurez política, de sentido de Estado. De la disposición a involucrarse en las obligaciones más antipáticas del cargo, que son las pueden suscitar rechazo entre los ciudadanos. Del coraje necesario para enfrentarse a la realidad sin edulcorarla en un relato falso. De entender y sufrir la muerte de miles de compatriotas como la constatación de un fracaso.
Ahí es donde se mide la solvencia de un liderazgo. Lo fácil es esconderse detrás de expertos inexistentes, de competencias repartidas o de números manipulados. Pero cuando se dirige una nación hay que tener gallardía y presencia de ánimo para, aunque sea de vez en cuando, hablarle con el corazón en la mano.