JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • Dejar que las cosas funcionen con esta inercia —de desacuerdo en el Gobierno y de desorden fuera de él— implica una pasividad que agrieta al Ejecutivo y, al final, lo envejece
El tiempo provoca siempre obsolescencia en las cosas y ancianidad en las personas. Más dura una cosa o una persona, más cerca está de su final. El tiempo deteriora. Mejora los vinos hasta un punto y luego los pica. Hace jóvenes a los niños y adultos a los jóvenes. En política ocurre como en la vida: el transcurso del tiempo acerca el final. Alargarla depende de los llamados ‘hábitos saludables’: hacer ejercicio, descansar suficientemente y alimentarse bien. A un Gobierno le ocurre lo mismo: después de un tiempo de adaptación, o cuida de su salud o su deterioro progresa no aritmética sino geométricamente.

Es lo que le está pasando al que preside Pedro Sánchez. Hubo un tiempo en el que parecía que iba a durar toda la legislatura. Ahora no. Ahora es verosímil suponer que, o se cuida, o se quiebra o, en el mejor de los casos, subsiste malamente. Las razones de esta precoz ancianidad son tres: un socio reventador (Unidas Podemos), decisiones incoherentes y contradictorias (incluso entre los ministros del mismo partido) y una clara renuncia a ejercer sus funciones en temas erosivos (la pandemia del coronavirus).

Pablo Iglesias sigue siendo quien lo tiene más claro: ha dicho que las conquistas sociales requieren conflicto y que para que exista tal conflicto es preciso que se publicite y conozca. Practica lo que dice y provoca ‘conflictos’ constantes y en todos los ámbitos: en el social, en la política exterior y sobre los fundamentos constitucionales. Ya he escrito que su proyecto es exitoso y gana terreno a Sánchez hasta tanto el secretario general del PSOE se decida a neutralizar el mal hábito de su socio de coalición.

Las decisiones incoherentes consisten en aquellas que son contradictorias o voluntaristas. Plantear una sostenibilidad de las pensiones sin acordarla de forma transversal, al menos entre los ministros de la formación propia; subir el sueldo a los funcionarios y la pensión a los jubilados, pero congelar el salario mínimo interprofesional; aprobar el ingreso mínimo vital y que los beneficiarios potenciales no puedan percibirlo por ineficiencia administrativa; activar medidas cosméticas para rescatar el sector hostelero y de la restauración y el turismo y suscitar su queja generalizada; llevar a miles y miles de trabajadores a los ERTE cobrando la prestación tarde y mal, son circunstancias que fisuran la confianza social.

Ahorremos otros ejemplos que están a la vista de todos. Pero el peor de los malos hábitos gubernamentales es la renuncia a ejercer sus propias competencias. Eso está ocurriendo en esta segunda ola de la pandemia. La falta de un mecanismo de centralización de las decisiones sanitarias para contener el contagio, remitiendo su decisión e implementación a las comunidades autónomas, está creando una enorme confusión, un desbarajuste y, al final, un cabreo monumental.

Lo que vale en Asturias no sirve en Madrid y lo que se establece en Barcelona se omite en Sevilla. Se ha territorializado, sin coordinación (¿de qué va ese Consejo Interterritorial de Salud?), la batalla contra el coronavirus y cada autonomía aplica medidas como si los territorios de España fueran compartimentos estancos. Se ha dicho que celebraremos —qué ironía— hasta 17 fiestas de Navidad. Y es cierto. Los ciudadanos nunca han estado más confusos.

El Gobierno ha delegado la autoridad del estado de alarma en los presidentes de las comunidades autónomas, reservándose un poder coordinador último y perfectamente ineficiente. Se veía venir a propósito de las fiestas navideñas. Y no está retomando el control sino permitiendo que el desorden se instale en todo el país y que coger el coche, el avión, el tren o el autobús para trasladarse a otra comunidad requiera estudiar las medidas que imponen las comunidades de origen y de destino con la aplicación de un opositor a notarías. Por otra parte, donde comen seis no lo hacen 10 según el lugar del condumio y viajar a una comunidad puede tener un peaje que no se exige en otra como es someterse —por lo público o por lo privado— a un test de antígenos o a una PCR.

Dejar que las cosas funcionen con esta inercia —de desacuerdo en el Gobierno y de desorden fuera de él— implica una pasividad que agrieta al Ejecutivo, que provoca más desconfianza hacia su gestión y, al final, cabrea, porque, por un lado, los ministros se enfrascan en sus riñas, y olvidan que la realidad de la calle no prioriza los temas de los que discuten, sea la renovación del Consejo General del Poder Judicial o los indultos a los políticos catalanes presos. Temas, sin duda, relevantes, pero que dejan de ser básicos y urgentes cuando lo perentorio es no enfermar o curarse, trabajar y no arruinarse y, al final, llevar a cuestas el trauma del confinamiento y de la contención emotiva con nuestros familiares y amigos, a los que no podemos abrazar, ni besar, que son las formas en que los humanos, entre otras, mostramos nuestro afecto y cariño.

El Gobierno se está separando de la realidad de una forma insensible e ignorante. Envejece mal cuando todavía no ha cumplido un año

El Gobierno se está separando de la realidad —no es que la oposición esté mucho más cerca de ella, pero no tiene sus responsabilidades— de una forma insensible e ignorante. Envejece mal cuando todavía no ha cumplido un año. Tiene mayorías parlamentarias porque su estrategia es que todos rasquen algo: sea sobre el idioma, sea en una partida presupuestaria, sea sobre una competencia.

Y la más sensata de las advertencias de Aitor Esteban, portavoz del PNV, no ha sido escuchada: esperen ustedes a aprobar la ley de la eutanasia y de despenalización del suicidio asistido, porque no es el momento. Tenía razón el nacionalista vasco, porque apelaba a la inteligencia emocional. Pero el Gobierno está en un acelerado proceso de deterioro no por su tiempo de gestión sino por una gestión desarrollada con los hábitos menos saludables de todos los posibles.