Ignacio Camacho-ABC
- La fusión de Bankia y Caixabank, operación de enorme importancia financiera, supone la apostasía completa del gran dogma antiprivatizador de la izquierda. Sánchez ha consumado su enésima pirueta ante la perplejidad sumisa de Iglesias, al que el poder ha convertido en un populista lerrouxiano de enormes tragaderas
Sólo un Gobierno de izquierdas podía autorizar la fusión de Caixabank y Bankia sin exponerse a una devastadora tormenta política. Una operación que, siendo positiva y hasta imprescindible para la solidez del tejido bancario, afecta de lleno al soporte financiero de la burguesía nacionalista catalana, entraña la probable amortización de unos diez mil empleos y supone la renuncia definitiva a recuperar los miles de millones -alrededor de 16.000- pendientes del rescate de la entidad madrileña, con su correspondiente impacto en el déficit del Estado. En resumen: el epítome de todos los fetiches ideológicos demonizados por el populismo «progresista» en los últimos diez años. Las preferentes, los desahucios, el abuso de poder de la plutocracia, la piedra de escándalo que hizo aflorar a los tribunos de la «nueva política» con su discurso inflamado de revanchismo incendiario. Toda esa retórica anticapitalista envainada de un plumazo.
Poco tiene de extraño el episodio en un dirigente que ha hecho de la contradicción y de la autorrefutación una anécdota y que, como dijo Fraga de González, sólo acierta -y no siempre- cuando rectifica. Sánchez ha transformado el pragmatismo, condición necesaria en todo gobernante, en una sucesión hiperbólica de piruetas cínicas que a base de repetidas han logrado obtener en la sociedad española una anuencia entre resignada y acomodaticia. Favorecido por el doble rasero moral con que una opinión pública sumisa beneficia su teórica adscripción política, se siente en condiciones de hacer en cada momento lo que le dicta su instinto oportunista, sabedor de que su estrategia de división banderiza lo ha blindado contra la repulsa moral que cualquier líder de la derecha sufriría si cometiese la centésima parte de sus incoherencias, imposturas, ocultaciones y mentiras. El suyo es un caso asombroso de impunidad máxima con credibilidad mínima. Por eso se mueve con la certeza de que hasta sus votantes más doctrinarios le perdonarán la abjuración repentina del dogma antiprivatizador que había erigido en bandera socialista. Sus cambios de criterio, plausibles en esta ocasión, han dejado de ser noticia.
En cambio, su enésima cabriola ha descolocado a Pablo Iglesias, cuyo electorado mantiene una visceral hostilidad contra todo lo que tenga que ver con el mundo de la banca y la empresa. El vicepresidente ha hecho ver que desconocía el proyecto y se enteró por la prensa, pero la ignorancia de un asunto de esta envergadura lo deja en tan mal lugar como su aquiescencia. Consciente de su debilidad, Sánchez ha empezado a jugar con su socio mostrando cierta satisfacción cada vez que lo pone en evidencia; nada le gusta más que una exhibición de poder que manifieste su primacía en la correlación de fuerzas. Esta semana le apretó a fondo la tuerca haciéndolo desfilar entre la cúpula del Ibex antes de que la fusión se conociera, como el dueño de un mastín que lo pasea ante los vecinos para persuadirlos de que no deben temer su fiereza.
El asunto de Bankia, junto a la negociación presupuestaria con Ciudadanos, sitúan al líder de Podemos en un compromiso. Para sus partidarios más radicales -a los que gusta de arengar con exaltadas proclamas de radicalismo- representa un mal trago verlo comulgar con semejantes ruedas de molino. Las maniobras del presidente exprimen al máximo el margen de contradicción, el umbral de tolerancia con el político lerrouxiano en que Iglesias se ha convertido al ingresar en el Consejo de Ministros. Como suele suceder en todos los gobiernos de coalición, las encuestas demuestran que el pez grande se come al chico. En este momento sólo el pesebre institucional en el que pasta el círculo íntimo de la pareja dirigente mantiene la cohesión del partido, cuya estructura territorial se deshilacha sin obtener beneficio de la influencia -ni de las prebendas- que el núcleo directivo se ha procurado a sí mismo.
Pero el pacto aguantará porque Sánchez sabe que no puede tensar demasiado la cuerda, no al menos hasta el punto de que su aliado decida que le convenga romperla. En las próximas semanas tendrá que hacer gestos de compensación, pirotecnia de izquierdas que repare el ego maltrecho de Iglesias y refuercen su peso en el Gabinete siquiera en apariencia. La quiebra de la sociedad mutua de intereses no es más que un sueño ilusorio de la derecha. El presidente necesita un bloque de 155 diputados como base mínima de la legislatura y no está dispuesto a que Podemos capitalice el efecto de la crisis de la economía y el empleo. Está tanteando las tragaderas de su socio pero no correrá el riesgo de menoscabar más la inestabilidad del Gobierno, y desde luego no se expondrá a perder la votación de los Presupuestos. A partir de ahí cuenta con el soporte de la administración y el reparto de los fondos europeos para estirar el mandato como poco durante un trienio. La disponibilidad de Inés Arrimadas, que trata de abrirse su propio hueco, y la división del separatismo catalán favorecen sus deseos. Sólo la pandemia estorba su designio estratégico, y la ha dejado en manos de las autonomías para socializar responsabilidades si el problema vuelve a ponerse -que se está poniendo- realmente feo. En materia de escapismo es un auténtico maestro. Los fracasos son siempre culpa de los demás y no hay éxito, verdadero o falso, que le resulte ajeno.
Hay pues, Gobierno socialcomunista para rato. Pero el reflejo funámbulo de Sánchez, el ventajismo con que asume contrasentidos y se desmiente a sí mismo con el mayor desparpajo, no bastaría para garantizarle el liderazgo sin el factor sociológico de la indulgencia de los ciudadanos. Ya no es cuestión del habitual atributo de superioridad moral que el sedicente progresismo se arroga sin necesidad de justificarlo: se trata de una política volcada en la estimulación del pensamiento sectario a través de la hegemonía propagandística y el control casi absoluto del mapa mediático. El resultado es ese tipo de sugestión, inducida hasta en sus adversarios, que esta semana estalló en el aplauso unánime del alto empresariado. Piense por un momento el lector en lo que habría pasado de haberse atrevido un Gobierno del PP a privatizar un banco.