VICENTE VALLÉS-EL CONFIDENCIAL

  • Desde el verano, Moncloa decidió transferir a las comunidades los sufrimientos políticos de la pandemia. Allá se apañen con su curva de contagios y su lista de fallecimientos

Todo es nuevo en España. Nuestra democracia no deja de sorprendernos. Aquel camino de Antonio Machado que se fue haciendo al andar era tan imprevisible como la ruta que el Gobierno nos hace seguir en nuestra lucha contra la enfermedad que mantiene asustada y afligida a la población.

Durante años, se ha debatido sobre si sería conveniente reformar la Constitución. No se ha alcanzado acuerdo alguno porque cada cual quiere cambiar un artículo distinto. Pero ese no puede ser un problema para el imaginativo y perspicaz equipo que rodea al presidente del Gobierno: si la Constitución o las leyes no dicen exactamente lo que nos interesaría que dijeran, nosotros procederemos a reinterpretarlas para que se adapten a las necesidades y a los intereses de cada momento.

Desde el verano, Moncloa decidió transferir a las comunidades autónomas los sufrimientos políticos de la pandemia

Desde el verano, Moncloa decidió transferir a las comunidades autónomas los sufrimientos políticos de la pandemia. Allá se apañen con su curva de contagios, con su lista de fallecimientos y con las incómodas consecuencias derivadas de esa curva y de esa lista. El Gobierno central considera que ya tuvo suficiente con la primera ola, como para gestionar también la segunda.

En marzo, Pedro Sánchez compareció para explicar en qué consistía el estado de alarma que nos llevó al confinamiento. El presidente puso entonces sobre sus hombros todo el peso de la púrpura y nos anunció, con esa firmeza y claridad que sabe utilizar cuando lo necesita, que «para que los españoles lo entiendan perfectamente, la autoridad competente en todo el territorio será el Gobierno de España». Punto.

Así, aquel mando único tan entusiásticamente decretado en el primer estado de alarma —como ejemplo de lo mucho que mandaba el Gobierno central—, se ha convertido ahora en un «ya no pienso mandar nada». De tal manera que el nuevo estado de alarma es el fruto de un trabajo de virtuosismo político-jurídico consistente en que el presidente entrega a los gobiernos autonómicos un paraguas legal para que, en palabras de Felipe González, «cada uno haga de su capa un sayo», cuando se supone que con un estado de alarma nacional el único que debería tener la opción de convertir en sayo su capa es el jefe del Gobierno central. Así era hasta que llegó la coalición para reinterpretar la norma a conveniencia y crear un novedoso, y hasta ahora inédito, estado de alarma autonómico. De hecho, el estado de alarma decretado en la Comunidad de Madrid hace tres semanas lo estableció el Gobierno central en contra de la opinión del Gobierno autonómico, y las medidas restrictivas que se adoptaron fueron ordenadas por el Gobierno central en contra del criterio del Gobierno autonómico.

Ahora, la libertad es plena para que las autoridades de cada territorio hagan lo que quieran, cuando la lectura más extendida que hasta el momento se hacía de la ley era que el Gobierno central dictaba unas medidas y, en su caso, delegaba su ejecución en las autonomías. Una vez más, Felipe González, con la libertad de pensamiento y de palabra que se concede a sí mismo para decir lo que le da la gana, ha definido la situación con un expresivo «es una puñetera locura».

Pero la puñetera locura aporta otras novedades. Por ejemplo, que Pedro Sánchez se explayara al decretar su primer estado de alarma en las bondades democráticas que aportaba el control parlamentario de cada prórroga quincenal, y ahora haya querido que tal situación excepcional se apruebe para varios meses sin ni siquiera comparecer en el Congreso para explicarlo. Ni, cuando pase el tiempo necesario, para controlar lo que se hace o deja de hacer con el estado de alarma en cada una de nuestras diecisiete autonomías.

Felipe González, con la libertad de pensamiento que se concede a sí mismo, ha definido la situación con un expresivo «es una puñetera locura»

La habilidad del presidente amplía sus límites cuando empieza pidiendo seis meses de estado de alarma para que después parezca que cede ante otros partidos aceptando que en el futuro se pueda revisar a la baja, que es lo que en realidad le resultaba suficiente desde el principio. Y que primero se niegue a comparecer en el Congreso, para después conceder graciosamente que lo hará cada dos meses. Se ignora si existe una estrategia de largo plazo, pero la táctica del próximo cuarto de hora funciona en Moncloa con una precisión incuestionable.

Hubo un tiempo en el que muchos españoles —entre ellos, algunos que ahora se sientan en el Consejo de Ministros— gritaban en las calles contra el maligno bipartidismo porque los gobiernos que disponían de mayorías absolutas gobernaban absolutamente y tomaban decisiones ninguneando al parlamento. El rodillo, lo llamaban. Ahora que disfrutamos de un supuestamente benigno multipartidismo, y hasta de un gobierno de coalición, hemos descubierto que el trabajo de los diputados no difiere mucho del que tenían en otros tiempos —usar el dedo índice para pulsar el botón de su voto según la orden del jefe de filas—, y que el presidente permite que se le someta al oportuno control parlamentario según la voluntad que tenga en cada momento. Es decir, cuando considera que le conviene. Y el ticket Sánchez-Iglesias ha sabido, hasta ahora, manejar sus alianzas parlamentarias con gran destreza. PSOE y Podemos no suman mayoría absoluta, pero el engranaje del pacto Frankenstein es muy sólido. Y Ciudadanos lo apuntala. Las últimas votaciones las han sacado adelante con 200 votos a favor, o quedándose muy cerca de esa cifra.