A la vista de que en España no se han vuelto a producir nuevos atentados atribuibles al terrorismo internacional, pese a que planes y tentativas de perpetrarlos han existido desde aquel infame 11-M, puede desde luego considerarse un éxito la combinación de las aludidas reformas en la seguridad interior española y la aplicación de la legislación antiterrorista hasta ahora existente.
España era el único de los países occidentales más seriamente afectados por la amenaza del terrorismo internacional -y desde luego el único de entre los que han sufrido un gran atentado yihadista- que no había adecuado sustancialmente su legislación a las características y evolución de dicho fenómeno. Tras los atentados del 11-S de 2001 en Nueva York y Washington o del 11-M de 2004 en Madrid, Reino Unido, Francia, Italia, Alemania o Bélgica, al igual que Estados Unidos, Canadá o Australia fuera de nuestro inmediato contexto europeo, introdujeron novedades en el tratamiento jurídico del terrorismo. El propósito era disponer de instrumentos legales adecuados para, en el marco de los principios y procedimientos de una democracia liberal, prevenir y combatir con éxito las actividades terroristas directa o indirectamente relacionadas con Al Qaeda. Cuando dichas normas han traído excesos, como ha ocurrido en algún caso, los tribunales constitucionales o sus instancias equivalentes los han enmendado. Pues bien, con la nueva ley que reforma el Código Penal, publicada en el BOE el 23 de junio, se pone fin a esa excepción española.
Y creo que hay que felicitarse por ello. Cuando tuvo lugar la matanza del 11-M, España disponía de un sistema antiterrorista muy desarrollado a la vez que eficaz y eficiente. Ahora bien, eficaz y eficiente en la lucha contra el terrorismo de ETA y otras organizaciones terroristas de origen asimismo endógeno surgidas con anterioridad a la aparición, ya en la década de los noventa, del actual terrorismo internacional. Pero era un sistema deficiente no solo en recursos humanos y materiales, sino también en conocimiento policial -los funcionarios avezados a este respecto eran muy pocos, aunque sobresalientes- para hacer frente a esta última manifestación de violencia inspirada en una concepción del islam basada en la doctrina del salafismo yihadista. Por eso, inmediatamente después de lo sucedido en los madrileños trenes de cercanías se emprendieron importantes reformas en las estructuras de la seguridad interior española, para adaptarlas a los singulares desafíos que plantea ese terrorismo internacional. Dichas reformas incidieron, sobre todo, en facetas tales como el incremento en las capacidades de inteligencia policial, la coordinación entre agencias estatales de seguridad y el desarrollo de la cooperación internacional.
A la vista de que en España no se han vuelto a producir nuevos atentados atribuibles al terrorismo internacional, pese a que planes y tentativas de perpetrarlos han existido desde aquel infame 11-M, puede desde luego considerarse un éxito la combinación de las aludidas reformas en la seguridad interior española y la aplicación de la legislación antiterrorista hasta ahora existente. Sin embargo, hay algunos otros datos que, sin cuestionar la contrastada eficacia de las actuaciones orientadas a prevenir y erradicar el terrorismo internacional, plantean interrogantes sobre alguno de los aspectos relativos a su eficiencia. Por ejemplo, entre 2004 y 2009 fueron detenidas unas 450 personas presuntamente implicadas en actividades relacionadas con el terrorismo internacional, de las cuales solo alrededor del 40%, exactamente 180, fueron acusadas en la Audiencia Nacional. De 170 acusados durante ese periodo de tiempo respecto a los cuales se ha dictado sentencia, poco más del 60% recibió algún tipo de condena, en concreto 106. Lo que significa que solo uno de cada cuatro detenidos en operaciones contra el terrorismo internacional a lo largo de aquellos seis años fue finalmente condenado.
¿Cómo interpretar estas cifras? Para determinados sectores de las comunidades musulmanas en España pondrían de manifiesto que la policía, cuando de perseguir el terrorismo yihadista se trata, detiene de manera indiscriminada y revela islamofobia. En realidad, aquellos números muestran las limitaciones de actuar preventivamente sobre el terrorismo yihadista utilizando una ley pensada para el de ETA. A menudo, la evidencia que las fuerzas de seguridad conseguían bajo esas condiciones, cuando para evitar posibles males mayores anticipan sus intervenciones, pese a ser a todas luces elocuente, o bien no encajaba en los términos que hasta ahora delimitaban el terrorismo y tipificaban sus delitos asociados o bien no siempre era interpretada por los tribunales como correspondiente a tales especificaciones. Hay jueces, por ejemplo, que no han valorado como terroristas conductas de adscripción yihadista debido a la aparente ausencia de una estructura articulada entre quienes las llevaban a cabo, y que no consideran delitos de colaboración con una organización terrorista captar individuos o ser entrenado para cometer atentados suicidas en zonas de conflicto. Pese a que la mayoría de esos atentados se dirigen contra blancos locales y ocasionan víctimas sobre todo entre civiles musulmanes.
La falta de un conocimiento sustantivo sobre los actores, escenarios y tendencias del terrorismo internacional explica en parte ese tipo de razonamientos. Y sugiere que una razonable actualización, cuando no una especialización de los órganos jurisdiccionales concernidos, es más que conveniente. Hay desde luego jueces, tanto de instrucción como de sala, cuya puesta al día en estos temas es encomiable, al igual que debe elogiarse el empeño, en este mismo sentido, de la Fiscalía de la Audiencia Nacional. Otro tanto cabría decir de las unidades dedicadas a combatir el terrorismo yihadista dentro de la Comisaría General de Información del Cuerpo Nacional de Policía y del Servicio de Información de la Guardia Civil. Pero una mejora en la eficacia a la vez que en la eficiencia de las labores de prevención y lucha contra dicho fenómeno, derivadas de una acción policial y judicial combinada, requería reformas como las que contiene la reciente modificación del Código Penal aprobada por las Cortes Generales. Cambios que, si bien responden a la necesidad de avanzar, sin merma de garantías, en el tratamiento penal del terrorismo relacionado de uno u otro modo con Al Qaeda, son además de valor añadido respecto al de ETA.
Tres son las principales novedades en la adaptación de la legislación antiterrorista española al terrorismo internacional que, en mi opinión, cabe reseñar. En primer lugar, hablar de grupos y organizaciones terroristas, en vez de hacerlo únicamente de estas últimas, como hasta ahora, se adecua mucho mejor al polimorfismo observable en la urdimbre del terrorismo global. Y es que en ocasiones encontramos células independientes, solo inspiradas por Al Qaeda, pero otras veces células vinculadas a esa estructura terrorista, sus extensiones territoriales o sus entidades asociadas, sin que sea fácil acreditarlo. En segundo lugar, incriminar específicamente actividades individuales y colectivas típicas, si bien no exclusivas, del terrorismo internacional, como organizar prácticas de entrenamiento o asistir a ellas, al igual que las de captación, adoctrinamiento, adiestramiento o formación orientadas a la incorporación a grupos y organizaciones terroristas o a perpetrar delitos de terrorismo, es fundamental para prevenir la radicalización y el reclutamiento yihadista. En tercer lugar, que el delito de financiación del terrorismo vaya a ser sancionado de manera autónoma debería facilitar el desbaratamiento de las tramas mediante las cuales movilizan recursos económicos y costean atentados los actores del terrorismo internacional.
Una última consideración. España también difiere de otros países europeos aludidos al inicio de este artículo porque esos cambios en la legislación antiterrorista, al contrario de lo que sucede con otras novedades acerca del terrorismo que asimismo incluye la reforma del Código Penal, no han emanado tanto de la reflexión y el debate internos como de una obligación impuesta desde la Unión Europea. En concreto, por una decisión marco de 28 de noviembre de 2008. Durante la legislatura posterior al 11-M no se oyeron suficientes voces entre las élites parlamentarias, los ámbitos judiciales o el sector de la seguridad, aunque sí de representantes de víctimas del terrorismo, que consideraran necesario modificar las leyes para adaptarlas al yihadismo global. Lo cual probablemente tiene más que ver con una cultura legal común a nuestras élites políticas y administrativas, cuya renuencia a legislar sobre este tipo de cuestiones inmediatamente después de incidentes críticos es además comprensible, que con idearios de partido. Pero la experiencia ha dejado claro que aquellos cambios eran imprescindibles y lo importante, llegados a este punto, es que nuestras instituciones han obrado en consecuencia.
Fernando Reinares, EL PAÍS, 8/7/2010