¿El fin del sistema?

EL CORREO  12/06/14
MANUEL MONTERO

· Hay una incapacidad de las mayorías políticas de articular un discurso coherente, atractivo y que sugiera algo más que el mantenimiento de lo que hay

Por lo que se ve estos días, hay ganas de acabar con el régimen que nació con la Transición. En las encuestas la gente aparece más satisfecha con lo que tenemos, pero según los principales índices políticos ya no lo aguantamos. Lo dice contundente una opinión pública que cada vez cuenta más, la de las redes sociales: vivimos en el peor de los mundos, hay que liquidar la Monarquía para acabar con las rémoras de la dictadura. Tenemos que proclamar la República ya –referéndum en tres meses–, lo exigen las izquierdas de la izquierda. Los medios de comunicación suelen deleitarse con cualquier manifestación republicana o exabrupto antimonárquico, pues puede el gusto por vernos en crisis profunda, molesta la estabilidad. No sólo eso: alguno de los pilares políticos del sistema sale ahora con dudas sobre el modelo de Estado. En los últimos 36 años nunca los socialistas habían discutido la cuestión, pero de pronto muestran reticencias que debían haber expuesto antes y sus candidatos amagan con competir en rupturismo.

El problema principal no es que tras la abdicación del Rey haya brotado con fuerza un republicanismo, cabía esperarlo. Lo que asombra es la futilidad de la defensa de nuestro sistema constitucional. A los embates republicanos se responde con evocaciones mojigatas y almibaradas sobre el rey y la preparación del príncipe. Los argumentos antimonárquicos que se usan no son muy allá –lo de ‘monarquía o democracia’ es estúpido–, pero defender la monarquía constitucional con esquemas tipo Disneylandia o Sissi Emperatriz deja el sistema a la intemperie.

El vacío argumental sobre nuestro régimen político resulta demoledor. Las respuestas, si las hay, suelen ser a la defensiva. No explican los valores constitucionales, sino, como mucho, alegan que si cambiamos iríamos a peor o que estamos forzados por las leyes vigentes: no porque éstas sean buenas, sino porque nos atan. Un recién llegado concluiría que soportamos la Constitución, la Monarquía o la unidad nacional como cargas que nos han caído en suerte. No porque respondan a ningún consenso o voluntad nacional, sino porque mejor no meneallo. Es la argumentación interna que está aplicando el PSOE para contener su rebelión republicana, no muy distinta de la del PP sobre la cuestión catalana (de la socialista mejor ni hablar).

Un observador no avisado concluiría que en España predominan los partidarios de la independencia catalana y vasca –cada cual en su sitio–, los que quieren defenestrar la Monarquía y proclamar la República a la voz de ya, la legión que aspira a cepillarse la política económica a golpe de referéndums contra los recortes, las masas contra el sistema de partidos… Es la ‘voz de la calle’, la que llega a las tertulias, de las que todo sale agigantado. ¿Vivimos en un país que no nos gusta? Se apela a la mayoría silenciosa para rebatirlo, pero lo alarmante es que quienes la representan den en silenciosos.

Un fenómeno llamativo: la Transición se ha convertido en un proceso vilipendiado. Nos ha proporcionado el periodo más largo de convivencia democrática, pero esto ya no cuenta. La moda es vapulearlo. En la opinión avanza la idea de que estuvo lastrado por el temor a golpes de Estado; de que fue una artimaña por la cual el franquismo nos impuso una monarquía. El consenso con que alumbró nuestro sistema constitucional se ve cuestionado de raíz, por la idea de que la aceptación del Rey fue una cesión por temores, no un acuerdo nacional en la búsqueda de la convivencia. Subyace el supuesto de que el antifranquismo representaba la pureza democrática, una idea más que cuestionable, pues en las reivindicaciones antifranquistas resultaban esenciales las críticas a la democracia formal o burguesa, que fue lo que vino e identificamos hoy con democracia.

Ilegitimidad de origen, como secuela franquista; ilegitimidad política, pues se entiende que el consenso no fue un deseo sino fruto del temor. Cuesta ahora entender que durante un par de décadas la democracia constitucional fuese alabada, en la época en que se daba alguna importancia a la convivencia.

Suele explicarse la actual crispación como un producto de la crisis económica, pero comenzó antes, durante nuestra última etapa de prosperidad. Las crispaciones aparecieron entonces, cuando mejor vivíamos (visto desde la perspectiva actual), no son hijas de la crisis. Sobreabundaron los reproches sobre el significado de la Transición como un borrón y cuenta nueva. El sectarismo triunfó sobre la convivencia ya en tiempos de bonanza, no parece algo coyuntural. Fue entonces cuando la concordia dejó de ser un valor político: como mucho, quedó para la plebe, la que en las encuestas no traduce el cabreo general. Pero no hay que minusvalorar la capacidad destructiva de nuestros políticos: no conseguirán regenerar el sistema de partidos, pero sí que el sectarismo se generalice. Cuando las encuestas señalen que el 100% de los ciudadanos odia al que no piensa como él habrán logrado el objetivo.

Empezamos reinado cuando el régimen nacido de la Transición amenaza ruina. No porque haya críticas al sistema ni porque sean intensas, que entran dentro de la lógica, sino por la incapacidad de las mayorías políticas de articular un discurso coherente, atractivo y que sugiera algo más que el mantenimiento de lo que hay. Mientras nuestros políticos opten por no definirse o por sugerirse opositor al sistema, la crisis del régimen constitucional seguirá, imparable. Las agitaciones que acompañan a la sucesión acabarán pareciendo una cuestión menor.