Ana Carmona Contreras-El País
El enmascaramiento de la excepcionalidad, al amparo de la covid-19, erosiona el Estado de derecho
Ante el preocupante avance de los brotes de coronavirus en Cataluña, la Generalitat ha adoptado diversas medidas orientadas a frenar los contagios y preservar la salud de la ciudadanía. En un primer momento, la Consejería de Salud dictó una resolución en la que se establecían incisivas medidas de limitación de la libertad de circulación, así como la restricción en la prestación de servicios en el municipio de Lleida y buena parte de los comprendidos en la comarca del Segrià. Esta disposición, sin embargo, quedó relegada a la inoperancia como consecuencia de un auto judicial en el que vino a ponerse de manifiesto la falta de competencia de las autoridades autonómicas para adoptar unas medidas que, por cuestiones competenciales, hubieran requerido la declaración del estado de alarma por el Gobierno central. La reacción del Ejecutivo catalán no se hizo esperar y confirmando su voluntad de actuar a la mayor brevedad para atajar la progresión de la transmisión del virus procedió, amparándose en la concurrencia de una circunstancia de extraordinaria y urgente necesidad, a aprobar un decreto-ley que modifica la ley catalana de salud pública. La nueva normativa autonómica atribuye a las autoridades sanitarias facultades para limitar tanto la actividad y el desplazamiento de las personas como la prestación de un nutrido grupo de servicios en ámbitos territoriales determinados con la finalidad de garantizar el control de los contagios y proteger la salud de las personas. Todo ello, en un plazo temporal máximo de 15 días (prorrogable) durante el que se afirma la necesidad de generar “la menor afectación de los derechos de las personas siempre que sea posible”, así como de reducir su ámbito de aplicación territorial “al mínimo necesario”.
Acudiendo a la vía legislativa de urgencia, el Ejecutivo catalán ha intentado aportar seguridad jurídica a las controvertidas actuaciones que pretenden ponerse en marcha, estableciendo un adecuado marco normativo de referencia. Nada más lejos de la realidad. Emplear el decreto-ley para limitar derechos fundamentales genera un vicio de inconstitucionalidad evidente, puesto que la afectación de los mismos queda expresamente vedada a la potestad de urgencia atribuida a los Gobiernos, tanto en el nivel estatal como en el autonómico. Es un principio básico del Estado democrático que la regulación del ejercicio de los derechos, así como el establecimiento de límites al respecto, es competencia exclusiva de las leyes que aprueba la representación ciudadana reunida en el Parlamento.
No acaban aquí, sin embargo, los serios problemas que lastran la constitucionalidad de la operación diseñada, puesto que la limitación de derechos fundamentales que se propone llevar a cabo en el excepcional contexto generado por los brotes, cuyos destinatarios no son individuos concretos, sino todos aquellos que residen en los territorios afectados, exigiría declarar el estado de alarma en dicho ámbito geográfico. Constatada la imposibilidad de mantener la normalidad mediante el ejercicio de los poderes ordinarios de las autoridades competentes, la puerta para declararlo queda abierta. En este supuesto, su activación depende, según la ley orgánica reguladora de los estados excepcionales, de la solicitud al Gobierno central formulada por el presidente de la comunidad autónoma. Asimismo, la condición de autoridad competente para la gestión de la alarma territorialmente circunscrita es susceptible de ser delegada en el presidente autonómico. Así, siendo la sanidad una materia cuya titularidad corresponde a las comunidades autónomas, se garantiza que el reparto de competencias no se verá afectado durante la vigencia de la excepcionalidad.
En último lugar, pero no por ello menos importante, no cabe perder de vista la exigencia constitucional de mantener inalterado el funcionamiento de los poderes estatales, incluidos los autonómicos, estando declarado un estado de excepción. Tal previsión viene a atribuir un rol central a las instancias parlamentarias mediante el ejercicio de la función de control y exigencia de responsabilidad política a los Gobiernos. Gracias a esta dinámica fiscalizadora, la gestión gubernamental de la excepción adquiere una imprescindible e irrenunciable legitimidad democrática.
La pretensión de enmascarar la excepcionalidad creada por la nueva amenaza de la covid-19 que se está produciendo bajo la apariencia de esa “nueva normalidad” en la que se ha instalado nuestro ordenamiento jurídico produce una grave erosión sobre las bases del Estado de derecho. Es dicho contexto precisamente el que ha servido para justificar que la Junta Electoral haya prohibido, al margen de cualquier base normativa, el derecho de sufragio en las elecciones vascas y gallegas a los ciudadanos residentes en poblaciones afectadas por los brotes. Y es también el escenario al que se apela ahora en Cataluña para llevar a cabo una severa limitación de ciertos derechos fundamentales acudiendo a la vía espuria del decreto-ley. La concurrencia de circunstancias excepcionales exige respuestas jurídicamente idóneas de los responsables públicos, evitando la tentación de justificar la consecución de un fin legítimo, como es la preservación de la salud y la vida, mediante el recurso a medios que como los aludidos no gozan del debido encaje en el vigente sistema constitucional.
Ana Carmona Contreras es catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.