Cristian Campos-El Español

 Al Mark Zuckerberg vascongado que responde al nombre de Iñigo Urkullu se le está poniendo la misma cara de elfo pasmado que se le quedó a Artur Mas cuando los orcos de la CUP le obligaron a renunciar a la presidencia de la Generalidad.

En 2016, tras rendir su particular Fortaleza de Cuernavilla, Mas cedió el testigo a Carles Puigdemont con la esperanza de que eso que la prensa nacionalista llama «el espacio convergente» siguiera liderando el procés y reinando para los restos en la pista central de la política catalana.

Porque ese era el verdadero objetivo del procés. Construir un Reich convergente de mil años al frente de la nación catalana de la república federal española.

Y el resto es historia porque el plan salió mal. Convergencia parece hoy el puerto de Beirut y el próximo gobierno de la Generalidad, y con casi total probabilidad también el siguiente, será un tripartito de ERC, PSC y Podemos.

Que ese es el plan de Pablo Iglesias e Iván Redondo y, por obediencia debida, también de Pedro Sánchez, quedó claro ayer cuando las izquierdas más reaccionarias de Europa se arremolinaron en formación de tortuga en el Congreso de los Diputados y aprobaron por un solo voto, a cara de perro, la ley de educación más liberticida de las nueve que ha visto la joven democracia española.

Una ley diseñada, y no desvelo nada que no sepan ya todos los diputados del Congreso, para defundir –vamos a popularizar este extranjerismo derivado del defund inglés a la vista de lo mucho que va a utilizarse en España durante los próximos años– los últimos reductos ideológicos de la derecha en el terreno de la educación. Los de la lengua común, el de la educación concertada y el de la educación especial.

Que esta última, por cierto, haya sido defendida por la derecha antes que por la izquierda demuestra que en el Mordor de la inhumanidad se vota hoy socialdemócrata.

La pregunta es qué está haciendo el PNV para sacar el cuello de esa guillotina que PSOE, Podemos, EH Bildu y ERC están construyendo para él mientras le regalan los oídos con unas obscenidades que harían darse de baja del wifi hasta a las usuarias de OnlyFans. Que si el PNV «es la verdadera derecha europea», que si ojalá «toda la derecha española fuera como el PNV», que «menudos zascas los de Aitor Esteban en La Sexta».

¿De verdad cree el PNV que ellos son la única derecha que el Frentekenstein Popular va a dejar en pie tras reducir a cenizas los consensos del 78? Apuesten todos sus ahorros en Betfair por la opción contraria.

El mismo olfato político que le está fallando al PNV es el que le faltó a Artur Mas cuando Ada Colau llegó en 2015 a la alcaldía de Barcelona para convertirla en la Caracas española. Ni siquiera eso hizo sospechar a los convergentes del cambio profundo que estaba provocando el atraque en puertos españoles del populismo de extrema izquierda.

A ese movimiento político de fondo, el de la llegada del chavismo a la España del siglo XXI, Mas opuso un procés destinado al fracaso, pero que generó el suficiente caos social para que los populismos se adueñaran del escenario. A río revuelto, ganancia de antifas.

Y eso que las pistas estaban por doquier. Podemos sentando en corro a los periodistas en las moquetas del Congreso de los Diputados. La CUP en el Parlamento regional, esnifándose los alerones. Gerardo Pisarello recibiendo en chanclas y con un termo de mate en la mano a los organizadores del Mobile Word Congress.

En la batalla entre dos populismos, el del procés y el chavista, sólo quedó uno en pie en Cataluña y no fue precisamente el de ducha diaria.

Pero quién le iba a decir apenas unos años antes a Artur Mas, el prototipo del capillitas catalán que no le lanza vivas a la Virgen del Rocío, pero sí le rinde flores a Rafael Casanova, que darle a esa familia Sawyer agrocarlista que es la CUP el poder de poner y quitar presidentes iba a derivar en una matanza de burgueses como la ejecutada en Cataluña durante los años culminantes del procés, los de 2016, 2017 y 2018.

Bueno, en realidad se lo podría haber dicho cualquiera que supiera cómo opera el comunismo en cuanto tiene la oportunidad.

Decía Anguita que la burguesía catalana era la peor de España. Problema resuelto, camarada. Porque esa burguesía anda ahora en vías de extinción. La siguiente será la vasca. Pronto hablaremos de ella como del pájaro dodo de la sociología española. «Aquí yace la oligarquía nacionalista vasca: 1872-2020» dirá una placa al pie del árbol de Gernika sobre la que el lehendakari Otegi se echará cada día una española siesta.

Que le echen un vistazo en el PNV a lo ocurrido en Cataluña. El espacio convergente anda liderado hoy por un hatajo de ferósticos embarretinados que se han creído todas las mentiras con las que su propio partido ha intoxicado a los catalanes.

Y entre ellas la de que el independentismo es algo más que una ruleta rusa con balas de gomaespuma a la que los nacionalistas juegan con frecuencia, por puro aburrimiento existencial, pero sólo mientras el precio a pagar es cero. Donde no se han creído esa mentira es en ERC. Y de ahí que las elecciones del 14 de febrero vayan a ser suyas.

En realidad, las derechas nacionalistas vasca y catalana son a la política moderna lo que el cóctel de gambas a la gastronomía de 2020. Un engendro que nuestros abuelos consideraban el súmmum de la exquisitez culinaria, pero sólo porque salían del hambre de una posguerra.

Mal hará el PNV creyéndose ajeno, en su pretendida nación norteña, de las maquinaciones de Moncloa. En el País Vasco no hay un procés en marcha que vaya a acelerar el proceso de autodestrucción de la derecha vasca, pero sí hay un EH Bildu y un Podemos en los papeles de ERC y la CUP.

No hay nada que a un conservador de esos que lo hacen todo a oscuras le guste más que un halago de la peor de las izquierdas. Y ahí anda el grupo del PNV en el Congreso, retozando de gozo en los ditirambos que le dedica día sí, día también, el chavismo español. Disolviéndose en los halagos de quienes le han puesto la proa al PNV y que aspiran, con la complicidad de Sánchez, a sacar a los conservadores vascos de Ajuria Enea, primero, y a erradicarlos como se erradicó a Convergencia, después.

El problema del PNV es que, como decía Laplace de Dios a la hora de explicar el universo, es una hipótesis que Sánchez no necesita. Porque el PNV, como la vieja Convergencia, no es ya necesario para las nuevas mayorías sanchistas.

El Reich de los mil años se lo está construyendo en las narices Sánchez a Urkullu y en el País Vasco los soberbios gestores andan exigiendo muy fuerte unos cuantos millones más del rescate europeo. Se los van a dar, claro que sí. ¿Y por qué no? Si algo ha aprendido rápido Sánchez es cuál es el opio del PNV.

No será una concesión. Será una sedación.