DAVID GISTAU – ABC – 02/03/16
· Ahora es más fácil comprender por qué el presidente del Congreso improvisó un formato concebido para proteger de las réplicas al candidato Sánchez. Durante la larga y tediosa intervención de Sánchez, que osciló entre el fárrago tecnocrático y la emotividad a lo Miss Universo de cuando a la socialdemocracia le sube la fiebre sentimental, Rajoy masticó casi con rabia un caramelo detrás de otro, como para evacuar la apetencia de balón.
Sánchez, quien, desde el encargo del Rey, había sabido ocupar el escenario e incluso aventar percepciones presidenciales, pegó petardazo en la tarde de su consagración con un discurso mecánico, carente de vuelo, que incluso para su propia bancada, reticente a aplaudir, resultó plomizo. No extraña que el PSOE quisiera sacarlo de ahí cuanto antes. Este preludio volvió a achicar a Sánchez hasta la talla menguante de su campaña electoral fallida, cuando propició el auge de Podemos. No habría sobrevivido a una emboscada en un callejón de Rajoy e Iglesias.
Más allá de la banalidad de algunas ocurrencias, como cuando citó a los «grandes cocineros» para hablar de las ideologías como si fueran ingredientes y sabores a disposición de una cocina experimental como la de Diverxo –a disposición de aprendices de brujo como los del zapaterismo–, Sánchez pretendió representar una transversalidad ante la cita histórica comparable a la de la Transición. Se dijo el depositario de un mandato que obliga a la responsabilidad y a trascender siglas y banderías. E inmediatamente después, he aquí la paradoja, agredió con odio ideológico al PP y lo volvió a descartar para cualquier concepto de refundación nacional.
Se trata, por tanto, de una transversalidad con un asterisco: todos menos el PP, propuesto de nuevo como antagonismo cohesionador para los actores «del cambio». Incluso estuvo condescendiente cuando dijo que pensaba incorporar a los siete millones de votantes del PP, como si se hubiera planteado la alternativa de gasearlos o desterrarlos con el mismo «ostrakon» previsto para sus siglas. En un juego de referencias veladas, llegó a emplear la misma frase que hizo célebre Rubalcaba durante el proceso de discriminación civil sufrido por el PP en las jornadas del 11-M: «España no se merece…».
Pese a que convocó a la cámara entera en una noción de la misión colectiva, buscó fajarse con Rajoy, antes como un opositor que como un candidato, y le reprochó haber esquivado el «deber ineludible» de aceptar el encargo del Rey. A Ciudadanos le agradeció el acuerdo. Y a Podemos no lo hostilizó, con objeto de mantener abierta la posibilidad de pacto, sino que pareció querer contentarlo con los párrafos de la conciencia social y la ingente inversión pública que pretende destinar, como Zapatero cuando abrió el boquete del déficit, a la dependencia y los planes de empleo. Sólo contradijo a Podemos con la resistencia al referéndum catalán y con un homenaje a los fundadores del ciclo del 78 contradictorio con las apetencias constituyentes de Iglesias así como con su descripción de la Transición fallida y neofranquista.
La tarde se cerró en falso. Carente de réplicas, el debate quedó mutilado, aplazado hasta el día siguiente. Pero Sánchez erró en un momento en el que todo estaba preparado para que culminara su propia invención de un personaje de primer ministro. En las tribunas de invitados estaba su esposa, que había pasado por la peluquería, y había una representación dinástica del socialismo que incluía elementos felipistas. También estaba, por cierto, Duran Lleida, como si le estuviera costando hacerse a la idea de que ya no es diputado y se estuviera marchando de a poco, como quien se quita de una adicción.
DAVID GISTAU – ABC – 02/03/16