Ignacio Camacho-ABC
- ¿Pandemia? Problema de las autonomías. ¿Guerra? De Bruselas. ¿Inflación? Culpa de Putin. Y lo demás, de la derecha
Durante la pandemia aprendimos -el que no lo supiera ya- que Sánchez es de esa clase de dirigentes que ante un problema grande o pequeño busca antes a quién echarle la culpa que la forma de resolverlo. A menudo, y sobre todo si el contratiempo es demasiado complejo, le basta con lo primero. Ahora ha vuelto a repetir la táctica escapista a propósito de la inflación descontrolada, que ha achacado en exclusiva a la invasión rusa de Ucrania pese a que llevaba varios meses al alza en España cuando la guerra era apenas una hipótesis bien lejana. Si el coronavirus le sirvió para descargarse de responsabilidades, Putin es el perfecto villano al que endilgarle la subida de los combustibles y
de la energía o la escasez de suministros y materias primas. El chivo expiatorio es la mascota favorita de la política y ninguno mejor que un autócrata cuya megalomanía asesina suscita un merecido sentimiento de antipatía. Casi hay que agradecer que al menos en esta ocasión el presidente haya mezclado alguna evidencia con las habituales mentiras de su narrativa propagandística.
De la experiencia del Covid ha aprendido también a endosar las soluciones a cualquier estructura institucional sobre la que pueda delegar competencias, sean las autonomías -la famosa cogobernanza- o la Unión Europea. Siempre hay alguien o algo con que mutualizar medidas molestas; en su concepto del poder no entra el deber de tomar decisiones que le comprometan. ¿Un colapso sanitario? Que las regiones asuman la gestión de la emergencia. ¿Una crisis económica? Que los socios comunitarios le den vueltas a la manivela de la deuda. ¿Un conflicto bélico? Que Bruselas imponga el incremento de inversión en Defensa. Y si no aparece nadie, se le achaca la ausencia al sabotaje de la derecha. Más que un presidente del Gobierno parece un guardia de tráfico que desvía la circulación de las adversidades y de los fracasos hacia arriba o hacia abajo. Por cualquier lado que no lleve a la Moncloa, territorio sagrado donde toda reclamación o queja tiene prohibido el paso.
Para tratarse del gobernante menos transparente de la democracia, campeón de la ocultación y de la información falsa, ha logrado que las obligaciones del cargo pasen por él como la luz por las ventanas. Cada vez que se encuentra ante una situación enojosa se pone de perfil y hace la estatua. Si acaba bien, como las vacunas o los fondos de socorro, se coloca en el centro de la foto y se arroga un éxito que de manera indefectible calificará de «histórico». Si sale mal será cosa de otros que le han negado su apoyo. Hay que admitir que ha sabido destilar en su beneficio la esencia del populismo, que consiste en la habilidad y el instinto para identificar en cada momento un enemigo simbólico -Putin, el virus- que sirva de pretexto evasivo. Cada vez que anuncia, como el miércoles, que va a «decir la verdad» muere un gatito.