El honor del juez Mahoney

CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO, EL MUNDO 27/10/13

· El rechazo del recurso de España contra la sentencia dictada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) del 10 de junio de 2012 contra la doctrina Parot, y sus consecuencias inmediatas, la liberación de Inés del Río y la próxima excarcelación de casi un centenar de etarras, ha provocado la lógica indignación de las víctimas del terrorismo y la estupefacción de la mayoría de los ciudadanos.

Es como si la Gran Sala hubiera hecho una enmienda a la totalidad a la política antiterrorista –en el marco de ella se encuadra la doctrina Parot– llevada a cabo en los últimos años y que ha llevado a poner de rodillas a ETA.

Hay que acatar la decisión del Tribunal de Estrasburgo porque España firmó un convenio que le obliga a ello. Pero lo que ha dictaminado dicho tribunal es, en esencia, una gran injusticia y tiene que ver con una concepción política, según la cual los miembros de ETA condenados por asesinato no son simplemente asesinos, sino que sus delitos están justificados de alguna manera por un fin superior de carácter político.

Lo expresó de forma meridiana el miembro español del citado tribunal, Luis López Guerra, cuando, en el año 2000 y siendo vicepresidente del Consejo General del Poder Judicial, afirmó: «El problema vasco no es penal, creo que todos estamos de acuerdo; es un problema político muy complicado».

López Guerra fue nombrado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero miembro del TEDH, en el contexto de una negociación abierta con ETA. Por tanto, no es de extrañar que este magistrado se haya constituido en el gran agitador ideológico contra la doctrina Parot, para escarnio del Gobierno, que ordenó a la Abogacía del Estado recurrir el fallo de junio de 2012.

Sorprende la postración intelectual que han mostrado analistas, políticos e incluso juristas respecto a la sentencia del Tribunal de Estrasburgo. Como aceptando una superioridad moral o técnica más que dudosa.

Afortunadamente, entre los 17 miembros del TEDH, no todos aceptaron la interpretación de que a Inés del Río se le había alargado la pena de cárcel aplicándole retroactivamente una regulación posterior a su condena. Recomiendo a los partidarios de callar y mirar para otro lado que se lean el voto particular del juez Paul Mahoney, quien, en su escrito, al igual que hizo el Tribunal Supremo, avaló el Constitucional y sostuvo en su recurso el abogado del Estado, distingue perfectamente entre la pena y la ejecución de la condena.

Lo sorprendente es que, según Mahoney, el TEDH haya actuado contra su jurisprudencia, establecida en tres casos: Hogben contra el Reino Unido (marzo de 1986); Uttely contra el Reino Unido (29 de noviembre de 2005) y Kafkaris contra Chipre (2008). Al igual que en esos procesos, Mahoney establece que la doctrina Parot no ha roto la línea que separa la condena (en el caso de Inés del Río, 30 años) y la regulación de su aplicación. Porque el artículo 7 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, cuya violación argumenta la sentencia, sólo puede ser invocado si se produce una efectiva modificación de la pena.

Como bien dice Mahoney, esa concepción, «en lenguaje ordinario, les llevaría a tomar la pena impuesta en la sentencia y las posibles modalidades de remisión o libertad condicional como un paquete». Es decir, siguiendo la lógica del criterio establecido por el TEDH, la pena impuesta a Del Río no serían 30 años, sino el resultado de restarle a dicha cantidad las remisiones a las que podría tener derecho, que, por cierto, le fueron aplicadas de forma bastante generosa.

Evidentemente, lo esencial de este caso no es que Del Río permanezca en prisión cuatro años más (en otros supuestos, la aplicación de la sentencia de Estrasburgo significará tan sólo adelantar la excarcelación unos meses o unos días, como en el caso de Juan Manuel Piriz). No. Lo relevante es la forma en la que algunos jueces afrontan e interpretan los crímenes de ETA.

La doctrina que ha servido de base a la sentencia del TEDH bebe de la discrepancia mostrada en los votos particulares del Supremo (Perfecto Andrés, José Antonio Martín Pallín y Joaquín Giménez) ante la doctrina Parot y también de los argumentos esgrimidos por los miembros del Constitucional que se opusieron a la misma (Elisa Pérez Vega, Luis Ortega y Adela Asúa). No es una casualidad que todos ellos compartan un determinado perfil ideológico próximo a la izquierda. Es decir, insisto, no estamos ante una discusión técnica, sino política.

En 1963, Hannah Arendt publicó su polémico y brillante Eichmann en Jerusalén. En el ensayo, la escritora y filósofa analizaba el juicio llevado a cabo en Jerusalén en 1961 contra el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, secuestrado por los servicios secretos israelíes en Argentina y trasladado ilegalmente a Jerusalén para ser juzgado y, posteriormente, condenado a morir en la horca.

También entonces hubo un debate sobre la retroactividad. En resumen, a Eichmann se le juzgó con arreglo a una ley de 1950, cuando sus delitos se cometieron entre finales de los años 30 y principios de los años 40. Es más, cuando el oficial nazi organizó los traslados de judíos a los campos de exterminio, esa actividad no era ilegal en Alemania y él la llevó a cabo siguiendo «órdenes superiores».

«La cuestión de la culpa o la inocencia individual, el acto de hacer justicia tanto al acusado como a la víctima es la única finalidad de un tribunal de lo criminal», concluye Arendt.

Esa es la cuestión fundamental: ¿ha hecho justicia la sentencia del TEDH? ¿Ha tenido en cuenta que estamos ante una banda terrorista que ha cometido casi 1.000 asesinatos y que aún sigue activa? ¿Ha valorado la falta de arrepentimiento de la condenada? No. Eso parece obvio y eso es lo que enfurece a las víctimas y a la sociedad. Algunos jueces consideran que la finalidad política, la pertenencia a ETA, no es sino un atenuante de la conducta criminal.

CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO, EL MUNDO 27/10/13