El caso es que Rufi Etxeberría tiene un serio problema de comunicación y de lenguaje. No encuentra palabras adecuadas para definir el caos social y el drama humano de la violencia terrorista. Y no porque no las haya, sino porque no las busca. Juega en la dialéctica de un equilibrio moral insoportable.
Para Etxeberría “el ciclo de la lucha armada ha pasado”. Notable indiferencia con respecto al drama de una violencia que ha segado cerca del millar de vidas, que ha amargado la vida de miles de vascos, que ha arruinado a empresarios y emprendedores, que ha dibujado una sociedad de miedo y de terror y que ha sumido durante décadas al país vasco en la desesperanza, la tristeza y la resignación.
El caso es que Rufi Etxeberría tiene un serio problema de comunicación y de lenguaje. No encuentra palabras adecuadas para definir el caos social y el drama humano de la violencia terrorista. Y no porque no las haya, sino porque no las busca. Juega en la dialéctica de un equilibrio moral insoportable. Razona políticamente lo que para otros ha supuesto una vida de desgracia y de desolación, de sufrimiento y de pena, de una gran tristeza, de un vacío por la ausencia de seres queridos, por el miedo a expresarse, por la falta de libertad y por la presión del terror instalado en la vida cotidiana.
Y la cuestión es qué hubiéramos pensado si nos hubiéramos enfrentado a dirigentes nazis que hablaran del periodo de mayor horror de la historia de la humanidad refiriéndose a él como un ciclo superado por la presencia de los aliados. Cómo si no hubiera sido más que un plazo de tiempo consumido, cómo si no hubiera habido Holocausto y no se hubiera producido una guerra de destrucción sobre la vieja Europa. Cómo si no hubiera habido regímenes miméticos del de Berlín que hubieran diezmado comunidades humanas enteras por el hecho de ser tales.
No me gusta comparar nada con el Holocausto, me parece un asunto que no admite comparaciones ni como reflexión intelectual ni como recurso periodístico. Y por eso no lo hago. Lo que ha pasado en Euskadi no tiene tampoco parangón: más de treinta años de crímenes selectivos, de terror indiscriminado, de rabia e ira, y odio dosificado en las generaciones.
Rufi Etxeberría dice que no tiene miedo de ETA. Me ofende. Debería tenerlo, quizá lo tenga. Debería tener, además, miedo a los etarras en tanto que individuos. Debería, incluso, tenerse miedo a si mismo, porque ha formado parte de ello, ha sido la voz del cañón de la pistola, y ahora habla en nombre de la cartuchera y la canana, el lugar donde se aloja, por el momento, la violencia de los suyos. De momento. No me gusta la desesperanza ni la falta de rigor. Pero me siento humillado: Yo sí he tenido miedo de ETA. Mis amigos tienen miedo, aunque han aprendido a vivir con él una vida distinta de la suya o de la mía, porque es una vida mutilada, castrada, limitada en sus movimientos, sueños, aspiraciones, en sus esperanzas. El miedo ha sido el reflejo del mundo desolado que han creado los viejos etarras, los líderes sanguinarios, los jóvenes cachorros. Miedo a la propia identidad, al pensamiento, a las ideas.
Dice Rufi Etxeberría que él ha padecido otras violencias y, ya ven, no pasa nada. Es posible que hayamos aprendido a convivir con el vocabulario, el lenguaje del miedo que hablan estos sujetos. Pero no por ello es un idioma comprensible para construir el futuro. Si quieren hablar de paz deberían asumir lo que son, ya ven. Tan sencillo. Si no asumen lo que son ¿cómo carajo vamos a creernos que dejen de serlo y se conviertan, por fin, en los seres humanos que nunca han sido?
Este es un asunto de lenguaje. Pero sobre todo es de corazón. Difícil pensar en la convivencia con los que no tienen corazón.
Rafael García Rico, LA ESTRELLA DIGITAL, 9/2/2011