El lehendakari y los presos

EL CORREO 02/03/15
PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, PROFESOR DE HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA UPV/EHU

· Al Plan de Paz de Urkullu le sobra pirotecnia terminológica y, sobre todo, le falta encarnadura vital y sentimiento

En política los gestos son más decisivos que las convicciones. Y no habría costado nada alejar un poco la recepción al colectivo Etxerat respecto de los actos de homenaje a Fernando Buesa y Jorge Díez, porque es que si no la sensación que se da es de solapamiento y equidistancia entre víctimas y presos, algo que resulta absolutamente insoportable y nos traslada a unos viejos tiempos que muchos querríamos ver, por fin, superados.

El 25 de febrero Urkullu recibe en Ajuria Enea a una representación de familiares de presos de ETA de la asociación Etxerat, en un gesto recogido por los medios como «la primera vez que un lehendakari recibe oficialmente al colectivo de presos». Este hecho de primer nivel no puede entenderse sin reconocer que el mundo de los presos y sus familias se está moviendo, como demuestra el colectivo Etxerat –a no confundir con el EPPK–. Ya desde la ceremonia de la jura como lehendakari, y cada vez que este ha asistido luego a los actos del día de san Ignacio en Azpeitia, y van dos años seguidos, allí estaban los de Etxerat para acercarse a él y solicitar su atención. Tanta insistencia por los interesados y la conocida disponibilidad de Urkullu para recibir asociaciones de todo tipo habrían explicado este encuentro sin luego tener que excusarse por rémora moral ninguna.

Pero lo que lo desvirtúa y le confiere una interpretación indeseable es la administración de los tiempos. Pensemos que el aniversario del asesinato de Buesa y su escolta fue el 22 de febrero, tan solo tres días antes, y que los actos con ese motivo, tanto del Gobierno vasco como de la Fundación Fernando Buesa, se celebraron justo a finales de la semana anterior.

Recordemos que hace un mes escaso, tras el último comunicado de ETA en el que esta organización volvía a utilizar el consabido lenguaje de asociar la «lucha» de los presos con la independencia de Euskal Herria y acusar al Estado de torturarles y vengarse de ellos y de sus familias dispersándolos, el Gobierno vasco, por boca de su portavoz Erkoreka, dijo que «todo lo que diga ETA al margen de su disolución no debe ser tomado en consideración». Pero ahora, con motivo de esta reunión con los de Etxerat, nadie se acuerda de aquellas declaraciones: solo se ve que inmediatamente después de homenajear a Buesa se recibe a los familiares de presos.

Para más inri, el mismo día en que Urkullu se reúne oficialmente con Etxerat, el portavoz del PNV en el Congreso, en su intervención en el último debate sobre el estado de la nación, revive la táctica, ya legendaria del nacionalismo vasco, pero no por ello menos escandalosa, de situarse en el término medio a costa de equiparar –en este caso por la dispersión de los presos– al Estado con el entorno terrorista, como si ambas instancias fueran comparables en lo más mínimo. Pues Aitor Esteban lo volvió a hacer, diciendo que el Estado y la izquierda abertzale son «rehenes» por igual de su propio pasado, mientras que el PNV estaría ya mirando al futuro tras las elecciones que se aproximan.

Es esta concatenación de acontecimientos que él mismo ha programado así, lo que ha provocado un destrozo importante en su política de paz. ¿Tanto le habría costado a un lehendakari haber aplazado el encuentro con Etxerat un par de semanas, tal como hizo hace poco con el diputado general de Gipuzkoa cuando alegó «problemas de agenda»? Con motivo del 15º aniversario del asesinato de Buesa y su escolta, Urkullu leyó el 20 de febrero un comunicado oficial que contenía el término autocrítica «sobre lo que no se ha hecho, o se ha hecho de manera silente o se ha hecho tarde; o sobre lo que nos ha dividido frente a lo que nos une: el rechazo a la violencia y la solidaridad con las víctimas»; al tiempo que condenaba nuevamente el terrorismo, porque quienes asumieron «una estructura ideológica perversa, que considera que matar a un semejante que piensa diferente es un medio legítimo para obtener fines políticos tienen una deuda política con la sociedad». Posicionamiento impecable que se evapora por la nefasta administración de los tiempos que ha manejado el lehendakari.

Mientras tanto, el vibrante discurso del exrector de la UPVEHU Pello Salaburu, nada sospechoso de antinacionalismo, pronunciado el día anterior en la Fundación Fernando Buesa, delante del propio Urkullu y de Jonan Fernández, demostró el componente esencial que le falta al plan de paz para que las víctimas confíen en él y para que la opinión pública interprete adecuadamente lo que se haga por los presos: la pasión. Pasión al reconocer que vivimos en una sociedad traumatizada, que sigue teniendo miedo al recordar el terrorismo de ETA. Pasión vivida por las víctimas directas de ese terrorismo y por sus familiares, entre los que hay que incluir a todos, se llamen Blanco, Buesa, Ordóñez o Lasa y Zabala. Pasión al denunciar sin ambages el vacío moral de una izquierda abertzale sumida en su complejo de Peter Pan, que no sabe evolucionar mientras exige a los demás que se muevan.

La última parte de ese discurso estuvo dedicada a los presos, sobre los que dijo algo que vale por un plan de paz entero: «He manifestado más de una vez que es bueno que se acerque a los presos. Pero entiendo que esta opinión puede ser discutible, de la misma forma que la condena del asesinato jamás debería ser objeto de discusión». Salaburu, con su pasión, demostró lo que le sobra al Plan de Paz de Urkullu –pirotecnia terminológica– y, sobre todo, lo que le falta: encarnadura vital y sentimiento. Y ha sido justo esa falta de pasión la que le ha llevado al lehendakari a tramitar estos actos como si fueran dos expedientes más de los muchos que pasan por su mesa de despacho: homenaje a Buesa el jueves y el viernes y recepción a Etxerat el miércoles siguiente.