IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Fútbol y política comparten una misma concepción sectaria. Para el hincha y el militante, la cohesión tribal es sagrada

Al Barça lo han sorprendido, como se suele decir, con el carrito de los helados: durante diecisiete años pagó hasta siete millones al vicepresidente del Comité de Árbitros. La sociedad española, al menos la amplia comunidad futbolera, lleva un mes estupefacta tanto por el escándalo como por la desoladora tardanza de la Fiscalía en decidirse a denunciarlo. Y la réplica del mundo ‘culé’ a esta aplastante evidencia ha sido la misma que la del nacionalismo político: declararse víctima de una conspiración contra Cataluña, de la que el club se considera un símbolo. Los clásicos argumentos de «vienen a por nosotros porque somos distintos», «nos quieren quitar los títulos legítimos» y demás consignas escapistas para mantener la cohesión de la tribu ante la certeza del peligro de un descalabro reputacional decisivo. La justicia tendrá que decidir si hay delito pero el contrato con el jerarca arbitral es un indicio, si no de cohecho impropio, al menos de un ejercicio de ventajismo competitivo.

Hasta cuatro presidentes –Gaspart, Rosell, Bartoméu y Laporta– tuvieron a Enríquez Negreira en nómina. Ninguno ha dado aún una explicación satisfactoria pero entre la masa social y simpatizante hacen correr la tesis de la defensa propia: se trataba de equilibrar la influencia del Real Madrid, cuya relación de privilegio con las autoridades federativas –«el equipo más beneficiado de la Historia»– es un dogma en Barcelona. Es decir, que la fehaciente corruptela era una forma de autoprotección compensatoria frente a la convicción generalizada de que «Madrid nos roba», otra contraseña soberanista de repercusión exitosa. Porque, aunque fuera de Cataluña resulte difícil de comprender, la tesis funciona. El victimismo es un ingrediente esencial de la fe nacionalista, fuerte como una roca en su exaltación patriótica. No hay dato cierto que pueda rebatir la eficacia de un buen eslogan convertido en axioma para consumo de mentalidades supersticiosas.

El fútbol y la política se parecen mucho en su concepción sectaria. El hincha y el militante comparten con su club o su partido una afinidad de índole biográfica. Más allá de la pasión o de la ideología, la camiseta o las siglas son la expresión gráfica de una especie de identidad corporativa donde los sujetos encuentran una filiación emocional que los sujeta como un ancla. Por eso perdonan la corrupción en sus filas y la señalan con indignación en la trinchera contraria; la exculpación es parte de esa solidaridad moral que reclama el colectivo para afianzar sus vínculos de confianza. En el interior de esa burbuja sentimental, el remordimiento, la contrición o la simple admisión de la falta no están permitidos porque debilitan la unidad sagrada sobre la que giran intereses sindicados y expectativas comunitarias. El enemigo acecha y no hay que darle ninguna esperanza de hallar fisuras en el frente de batalla.