- La descalificación por la clase política de una institución clave en el sistema de contrapesos del Estado de derecho como el TC daña gravemente a la democracia.
La inadmisión por la Sección de Vacaciones del Tribunal Constitucional del recurso de amparo de Carles Puigdemont y Antoni Comín contra su procesamiento por el Tribunal Supremo ha encendido el debate jurídico y político en este tórrido verano.
Tradicionalmente, las Salas de Vacaciones de los tribunales solían reservar su intervención para casos de inaplazable resolución o para asuntos de mero trámite. Evitaban así usurpar el puesto del órgano judicial al que propiamente correspondiese decidir el problema. No costaba gran cosa cumplir este hábito en medio de la indolencia veraniega.
Pero no hay regla sin excepción. Y, al hilo de la inadmisión acordada por el TC, se han desatado los comentarios que destacan no solo el apresuramiento en decidir y la endeblez de los motivos invocados por la mayoría, sino el carácter «conservador» de la mayoría de los magistrados que ahora componen la sección.
Siempre me llamó la atención la facilidad con que se ha aceptado la división de los miembros de los tribunales en «conservadores» (calificación peyorativa) y «progresistas» (calificación ponderativa), echando leña al fuego de la lucha política. Yo creía que lo importante, en un juez, era, además de su compromiso con la defensa de la Constitución y el resto del Ordenamiento Jurídico, su reconocido prestigio profesional (eso que antes llamaban «auctoritas«) y su imparcialidad.
Pero, demostrando la perversa ingenuidad de la sentencia del Tribunal Constitucional que resolvió sobre el cambio de sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial, la exhortación a no extrapolar a este ámbito las estrategias del «Estado de partidos» cayó, como era de esperar, en saco roto.
Lo malo es que esta actitud de nuestra clase política (secundada, reconozcámoslo, por algunos miembros de la Judicatura, por convicción, por ambición o por ambas cosas a la vez) ha desembocado en un creciente desprestigio colectivo de una institución llamada a ser precisamente parte del sistema de checks and balances del Estado de derecho. Un hecho que ha favorecido la tendencia invasiva del eje formado por los Poderes Legislativo/Ejecutivo, acentuado en un momento en que se está ensayando lo que podríamos llamar una UTE política.
«Asistimos impotentes al deterioro creciente de las instituciones que han sido proyectadas para, mediante la división de poderes, cerrar el paso al despotismo»
Me explico. El profesor García Pelayo escribió, hace ya muchos años, que los partidos políticos se habían convertido en «empresas políticas» («political enterprises«) cuyo objeto social (por utilizar la jerga mercantilista) era la consecución y mantenimiento de la mayor cuota posible de poder político. Y a menudo sienten la tentación de relegar el bien común en beneficio de su interés particular. Degeneran así, de «partidos» en «facciones», como advirtió, hace siglos, el inglés Bolingbroke, hoy relegado a cita erudita.
Cuando individualmente no consiguen la mayoría suficiente para controlar el «mercado», pueden tratar de unirse temporalmente, formando un frente común, varios partidos, superando diferencias que pudieran parecer fundamentales para lograr ese objetivo.
En esta España nuestra se está promoviendo una operación de esa clase camuflada en el eufemismo «mayoría social». Mientras, los ciudadanos asistimos impotentes al deterioro creciente de las instituciones que han sido proyectadas para, mediante la tan molesta división de poderes, cerrar el paso al despotismo, que tanto preocupaba al barón de Montesquieu.
[Críticas ‘fake’ al TC: la sección de vacaciones también ha inadmitido recursos sobre eutanasia]
Y así, poco a poco, va peligrando la Democracia con mayúscula. La idea no es mía. El ascenso de Adolf Hitler utilizando perversamente los bienintencionados resquicios del régimen de la República de Weimar demostró que los golpes de Estado «a la antigua» quedan relegados a los países tercermundistas. Ahora se combinan inteligentemente las posibilidades que brinda el sistema del Estado de derecho, la movilización (supuestamente espontánea) de masas y la acción (tan terriblemente eficaz como la de cualquier virus) de los medios de comunicación. Por eso, por cierto, los populismos insisten tanto en sustituir la libertad de prensa por unos mecanismos debidamente dirigidos de orientación de masas, camuflados como «medios públicos». Y, por ello, fuera de toda sospecha de sectarismo.
Escrito lo anterior, convendrá apostillar que las trapisondas, en la lucha inmisericorde por el poder, no son patrimonio de un partido, de una coalición, de una ideología. Max Weber prevenía que no se hace política con el Sermón de la Montaña. Y Sartre asumía que el político tiene que ser consciente de la posibilidad de mancharse las manos (sin duda con la mejor intención). Y eso vale para todos. Repito: para todos.
*** Jesús Fernández Entralgo ha sido juez desde 1978, presidiendo la Audiencia de Huelva, y es fundador de Jueces para la Democracia.