El marasmo catalán

ABC 04/01/16
IGNACIO CAMACHO

· La sociedad catalana es corresponsable del colapso. En democracia todo pueblo tiene el (des)gobierno que se merece

HAY un misterio en Cataluña más profundo y más inquietante que la asombrosa carrera descendente de Artur Mas hacia su propia ruina, y ese misterio es el de cómo una sociedad culta, dinámica y avanzada permite que sus representantes institucionales hayan convertido la política en un sainete de barraca. La autodestrucción del president no es más, al fin y al cabo, que el resultado lógico de su desastrosa incompetencia, una ineptitud insondable capaz de liquidar en un trienio la hegemonía de un partido de sólidas raíces estructurales. Pero la transformación de un sistema de autogobierno casi confederal en una bufonada marginal y extravagante, en una farsa grotesca protagonizada por una tropa de estrafalarios radicales, es un fenómeno que interpela a la inteligencia colectiva y a la cohesión civil de una comunidad con fama, hasta ahora merecida, de eficiente, instruida y bien organizada. El modo en que ese pujante conglomerado social ha quedado abducido por el delirio de una clase dirigente desquiciada constituye un llamativo caso de ofuscación que resultaría cómico si no estuviese arrastrando a la nación entera a una crisis de Estado.

El saldo del prusés secesionista, encallado hasta la parálisis institucional por el terco fracaso de sus promotores y la humillante chulería de un pequeño grupo antisistema, ha convertido a toda la sociedad catalana en rehén voluntaria de un proyecto tan obsesivo como estéril. La serie consecutiva de tropiezos, enredos y decepciones que ha provocado el empeño de la independencia habría debido bastar para estimular una sacudida ciudadana que reclamase al menos el retorno a una cordura pragmática. Sin embargo, el clima dominante en el cuerpo civil es el de una suerte de laxitud desencantada, una frustración estoica, un marasmo desfallecido. Los sectores socioeconómicos más pujantes, soportes activos o pasivos de la reclamación identitaria y ahora contrariados por el sesgo radical y fuera de control de la criatura que alumbraron, parecen secuestrados en su voluntad por el designio solipsista de una caterva de iluminados.

Claro que en democracia –y Cataluña lo es de hecho y de derecho por más fantasmagorías de cautividad quejumbrosa que hayan sembrado los soberanistas– todo pueblo tiene el (des)gobierno que se merece. El pueblo catalán es responsable en su conjunto de haber auspiciado o tolerado esta inercia, ensimismado en la idea de que la fuga hacia la secesión era la única salida posible de una crisis que ha afectado no ya a toda España sino a medio mundo. Y bloqueado por esa obcecación aún no se ha acabado de percatar de que no es la independencia lo que está atascada sino la viabilidad misma del proyecto político autónomo, colapsado sin punto visible de retorno. Que no pueden estar capacitados para construir un nuevo país quienes no saben cómo gobernar una autonomía.