Ignacio Camacho-ABC
- Con fama de inteligencia fina, Iceta es un diletante político de pertinaz tendencia al cabildeo y la intriga
El Ministerio de Administraciones Públicas, ahora llamado de Política Territorial, es un tradicional aparcadero de políticos diletantes. Un simple vistazo a la galería de retratos del palacete de Villamejor prueba que se trata de una cartera de compensación o de tránsito para aspirantes a destinos más cualificados. Un cargo con el que los gobernantes premian a aparatchiks y colaboradores cercanos bajo la condición de que no se les ocurra meter mano en la sagrada estructura burocrática del Estado. Miquel Iceta, al que Sánchez le debía un desagravio por el gatillazo de la Presidencia del Senado, encaja a la perfección en ese marco vacío de competencias y lleno de tiempo libre para dedicarlo a lo que de verdad le gusta, que es el conciliábulo, el cabildeo, la maniobra entre bastidores, el tejemaneje táctico. Todo eso que lleva años haciendo en Cataluña sin más resultado que el de su relevo como candidato.
Con fama de sagaz, de dueño de un talento clarividente y una inteligencia fina e intuitiva, Iceta representa un caso notable de sobrevaloración política. Su cualidad más relevante es la soltura para la intriga, que viene practicando con tanta pertinacia como escasa puntería. El presidente sintonizó pronto con él porque sabía que su pericia conspirativa era esencial para vencer a Susana Díaz y allanar la alianza con los separatistas. El flamante ministro ha sido el gran susurrador al que Sánchez prestaba oído para diseñar su asalto al poder a través de una secuencia de pactos subrepticios que deben conducir, febrero mediante, al modelo de un doble tripartito. Sus aportaciones y ocurrencias -las ocho naciones, el referéndum «consultivo», el indulto que pidió para los sediciosos antes de que se celebrase el juicio- revelan una mentalidad imbuida de criptonacionalismo. Las urnas, en cambio, se resisten a su hechizo: el estallido emocional del procés provocó primero que Ciudadanos le quitara el sitio, luego lo arrolló la inevitabilidad del 155 y ahora que mejoraban las perspectivas Moncloa ha visto en Illa un perfil más sugestivo.
No ha sido llamado al Gabinete para gestionar la célebre «cogobernanza», que nunca ha servido más que de falso mantra. Ni a él ni a su jefe les importa otra autonomía que la catalana y el PNV, acostumbrado a la bilateralidad de hecho, no le va a dejar inmiscuirse en la vasca: esa gente negocia a otra escala. Su misión consiste en zascandilear para que Esquerra suavice sus rasgos irredentos, defender las medidas de gracia a los insurrectos y camelar a la burguesía nacionalista, siempre deseosa de que la «comprendan» en Madrid, con promesas de privilegios. El papel de interlocutor que Illa no pudo cumplir porque la pandemia lo dejó fuera de juego.
Su mayor éxito ha consistido en que Sánchez le compre gran parte de su discurso. Su problema, en que hay pocas ideas que Su Persona sostenga más de cinco minutos.