El minué político

NICOLÁS REDONDO TERREROS – EL MUNDO – 20/07/16

Nicolás Redondo Terreros
Nicolás Redondo Terreros

· Tras siete meses de Gobierno en funciones, y dos elecciones, el autor critica que ninguno de nuestros dirigentes ha comprendido la magnitud del cambio y la necesidad de acuerdos.

Vamos para siete meses y los políticos españoles siguen sin poder ponerse de acuerdo para que España tenga un Gobierno. Los españoles han ido a las urnas dos veces y han expresado sus preferencias y, aunque en estas segundas elecciones lo han hecho con más claridad que en las del 20-D, ellos siguen bailando un melindroso minué, ajenos a las urgencias de la sociedad española. En el colmo de la beatitud, algunos cronistas, periodistas y tertulianos disculpan sus posturitas y el baile de disfraces al que estamos asistiendo, justificando el paso del tiempo en la necesidad que tienen nuestros políticos de cambiar sus posiciones electorales: «Necesitan tiempo para convencer a su electorado de los cambios que con seguridad harán para no ir a unas terceras elecciones».

Va a favor de los dirigentes políticos y de su tosco minué que parece que el no tener un Gobierno a pleno rendimiento desde hace medio año no impone catástrofes irreversibles; sin darnos cuenta de que todos los problemas que no se encaran terminan siendo mayores y más graves, aunque la rutina nos haga creer el espejismo de que todo sigue igual. Pero los problemas siguen ahí. En Cataluña los retos independentistas se han petrificado, que es lo peor que puede suceder, y sin embargo no son pocos los que ven esta situación como una esperanza, como una victoria… mientras, allí todo sigue igual, caótico y sin partidos institucionales con fuerza suficiente para proponer, para dirigir a la sociedad catalana.

En el País Vasco, donde podríamos experimentar las soluciones que dicte la razón y permitan el diálogo, sirviendo como un espejo en el que se pudieran mirar los nacionalistas catalanes, la falta de atención por parte de los partidos nacionales, la confusión entre la moral privada y los intereses nacionales –seguimos con la idea, arraigada en nuestra historia, de que es preferible la honra (moral) sin los barcos a éstos sin honra; algo que ya echaban en cara los apologistas del Conde Duque de Olivares a Richelieu– nos mantiene en una quietud que bien podría terminar en un vendaval parecido al de Cataluña después de las inminentes elecciones autonómicas.

Europa se ve envuelta en una crisis de existencia que puede arrastrar a España a una posición muy ancilar respecto a los países mas prósperos de la Unión, no se nos espera o, peor aún, se nos espera pero no acudimos a la histórica cita, entretenidos, como tantas veces en nuestro pasado, en nuestras cuitas domésticas. En el sistema de pensiones se abre un agujero negro que amenaza la precaria seguridad que hoy tienen muchas familias españolas a través de la pensión de los abuelos y el armazón jurídico-político de la España constitucional muestra necesidad de reformas políticas si queremos que el sistema del 78 sobreviva a medio plazo.

Pero nuestros políticos, ensimismados en sus incomprensibles urgencias, necesidades y miedos, siguen mirando al contrario con un mohín de asco, como si temieran contagiarse por el hecho de hablar, dialogar, pactar y darnos soluciones eclécticas, que puedan explicar sin esfuerzo los unos y los otros. No necesitan tiempo para pactar y lo que dijeron en la campaña es una esclavitud mientras los ciudadanos no hayan expresado su opinión soberana en las urnas –«Roma locuta disputa finita»–. Después de unas elecciones, los políticos, si son algo más que meros transmisores de opiniones individuales, están obligados a interpretar a toda la sociedad, a todo el abigarrado cuadro sociológico compuesto por las diversas opiniones expresadas con los votos, y los ciudadanos no esperan sin desconfiar que acierten; pueden equivocarse desde luego. Los ciudadanos esperan que la interpretación sea cabal, atendiendo a los intereses generales, dando la espalda al periodo de tiempo presidido por las siglas, por el programa del partido y por el líder que aparece en los carteles electorales; confían en que la acción de los políticos esté presidida por el objetivo del bien común, una de las ficciones necesarias en las que se basan nuestras democracias y a la que se deben esforzar para acercarse lo mas posible.

La sociedad española ha realizado durante los tres últimos años, en sucesivas elecciones, una enmienda parcial pero innegable al bipartidismo instaurado desde la aprobación de la Constitución del 78. Parece que una interpretación general de los resultados de elecciones europeas, municipales y autonómicas, además de las dos de ámbito y validez nacional, nos indicaría que los españoles quieren un cambio en las formas de hacer política, de ahí el retroceso de los dos grandes protagonistas políticos nacionales, pero sin volver a empezar desde cero una vez mas, por eso no ha habido sorpasso al PSOE y la suma de los dos grandes partidos sigue siendo muy superior a cualquier otra combinación nueva.

Se constata que los españoles quieren cambios en el sistema del 78, pero no están por las nuevas aventuras que proponen jeremías de oficio, que ofrecen sus soluciones desde algunos nuevos partidos o desde púlpitos catódicos. Sin embargo, las grandes formaciones nacionales siguen arraigadas en las costumbres que nacieron en tiempos más pacíficos y con líderes que lograron acumular grandes dosis de confianza de la sociedad española y, lo que es peor, parece que han contaminado pronto y profundamente a las nuevas formaciones políticas, que han empezado a hacer gala de los inconvenientes y la desconsideración de los partidos mas veteranos.

El PSOE todavía vive en una realidad pasada, cree que es igual ser el segundo partido que ser la alternativa al PP. Parece que se ha consolidado como segunda opción política de los españoles, driblando el presumido adelanto de Podemos, pero sin embargo ha disminuido su capacidad para ser una alternativa autónoma, capacitada exclusivamente por sus líderes y sus discursos; cada elección que hemos afrontado ha puesto al PSOE más lejos del PP y más dependiente del resto de las formaciones políticas. Parecería a cualquiera que se encontrara en esta situación que los responsables admitirían pacíficamente su responsabilidad y se pondrían a disposición del partido.

Pues no está sucediendo en las filas del PSOE lo más razonable, siguen empeñados en equivocarse, analizando todo desde las posiciones con menos grandeza, desde las perspectivas más personales… Algunos dirigentes socialistas me recuerdan a La Bruyère cuando dice: «Hay ciertas cosas en las cuales la mediocridad resulta insoportable: la poesía, la música, la pintura, la oratoria. Qué suplicio oír declamar enfáticamente un discurso huero, o decir versos mediocres con todo el énfasis de un poeta ramplón».

El PSOEtiene que pasar de ser el segundo partido a ser la alternativa. Desde luego necesita un discurso nuevo, del siglo XXI, pero necesita antes ganar respetabilidad y confianza y esto sólo pueden conseguirlo tomando la iniciativa e interpretando correctamente los intereses generales. No sé cómo se puede renunciar a dar confianza a los ciudadanos permitiendo la investidura de Rajoy con condiciones y ser el primer partido de la oposición. Sólo el síndrome de Estocolmo que algunos dirigentes padecen respecto a Podemos y el convencimiento sobre la propia pequeñez del PSOE que sienten otros directivos socialistas puede oscurecer la solución más razonable para los españoles y, sorprendentemente, para los socialistas.

Tampoco parece que Rajoy haya comprendido la magnitud del cambio. Ha ganado las elecciones superando los números de las elecciones de diciembre, pero le hacen falta muchos diputados para formar Gobierno, que es lo más urgente, y un número aún mayor para lograr uno mínimamente estable, lo que más necesitamos los españoles. Se equivoca si cree que un documento que parece redactado con la preparación y la soberbia de un grupo de abogados del Estado dedicados a la política, puede convencer, mejor que seducir, a los partidos de la oposición. Es una cuestión eminentemente política.

El Gobierno próximo no puede ser un Gobierno convencional de partido, debe ser construido para mantener una interlocución continua con un Congreso mayoritariamente receloso. La difícil situación le obligará a consensuar nombres en las instituciones que requieren imparcialidad e independencia –Banco de España, RTVE, órganos judiciales, organismos reguladores, etcétera– y es inevitable, para que los españoles lleguen al puerto más seguro, olvidar los apriorismos que imponen tener mayoría absoluta a la hora de iniciar un periodo político de reformas políticas, sociales y económicas que la realidad impondrá ordenadamente o con tirones y quebrantos que nadie desea.

Por desgracia para el PP y por suerte para los españoles, Rajoy, si quiere salir adelante, tendrá que salir de las fronteras siempre poderosas de su propio partido. O es un presidente por encima de la sigla o no lo será, y si lograra serlo, será un presidente efímero, con un mandato convulso, dejando pasar una gran oportunidad. Como si los dioses quisieran divertirse a su costa, Rajoy, presidente al que menos le ha gustado lo que podríamos llamar política pura, se ve obligado a enfrentarse, hasta para enfrentar los retos económicos, a una legislatura especialmente política… Política con mayúsculas que le impondrá olvidar a aquellos de su entorno que en palabras del moralista francés: «Ignoran cuán por debajo están de lo sublime y de lo heroico, incapaces de saber hasta dónde llega el talento, creen ingenuamente que el suyo alcanza todo el que los hombres pueden llegar a tener». Tarea difícil la de Rajoy: superar al partido, superar su entorno y superarse a él mismo.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.