IGNACIO CAMACHO-ABC
- El sentimiento tribal –el partido, el equipo, el bando– es la coartada que justifica la deshumanización del adversario
Un hombre blanco que insulta a un hombre negro llamándole «mono» es un racista. Punto. Da igual que sólo lo haga los domingos y sólo contra el rival de su equipo de fútbol: lo retrata la naturaleza despectiva, animalizadora, del insulto. El problema del incidente con Vinicius en Valencia consiste en que el improperio no provino sólo del tarado al que señaló con el dedo en el campo: el cántico coral de «eres un mono» sonó en la calle a su llegada al estadio y existen audios nítidos del escarnio. Eso es un escándalo cuya gravedad no pueden ocultar los intentos más bien torpes de minimizarlo, y el jugador tiene razón cuando denuncia que la reputación de España sale malparada en ese cuadro. Porque hay varios problemas en el lance: uno en la índole inequívoca del agravio, otro en su reiteración como un suceso prácticamente cotidiano y un tercero en la lenidad con que las autoridades abordan esta clase de casos.
Luego está la curiosa estigmatización de la víctima, un argumentario que justifica su linchamiento verbal en el carácter polémico del futbolista. Vinicius tiene, en efecto, una tendencia a la sobreactuación que a menudo lo empuja a la bronca y la provocación antideportiva, pero nadie le insulta llamándole provocador, chulo o camorrista. Le dicen mono y le hacen gestos simiescos cuando se queja de sufrir continuas patadas, empujones y zancadillas. Ocurre, con él y con otros menos famosos, día tras día y seguirá ocurriendo mientras nadie tome medidas y los clubes encuentren alguna disculpa elíptica para no enfrentarse a sus hinchas. El domingo fue una ocasión perdida de suspender el juego y hacer pedagogía como aquella vez –en Valencia, por cierto– en que Guus Hiddink se negó a sacar el equipo mientras luciesen unas pancartas nazis en la gradería. Eso o permitir que el gran espectáculo de masas de este tiempo siga siendo un espacio al margen de la ética cívica.
En el fondo se trata del mismo proceso que se da en el ámbito político, donde la atribución de responsabilidades está impregnada de sesgo sectario. El bien y el mal dependen del bando en que se sitúen los protagonistas del hecho enjuiciado. Los nuestros –el equipo, el partido– a un lado, el bueno, claro, y al otro los demás, los culpables, los malos. El sentimiento identitario como rasero moral bajo el que cualquier comportamiento está justificado: la corrupción, el racismo, el acoso, el abuso de autoridad, la deshumanización del adversario. Siempre hay excusa para la desviación de poder, el escrache de masas, la exaltación de los fanáticos. Las siglas, el escudo, el color de la camiseta, la afinidad ideológica o sentimental sirven de pliego de descargo. Y así vamos construyendo una sociedad bipolar, escindida, de la que el fútbol es sólo una alegoría. Una sociedad que orilla las reglas de convivencia pacífica para sacralizar el tribalismo como fuente de la justicia.