El nacionalismo catalán

ABC 19/09/13
JOSÉ MARÍA CARRASCAL

Es el nacionalismo bueno o malo? Para contestar a esa pregunta, tendríamos que saber qué es el nacionalismo y de qué nacionalismo hablamos, pues hay varios y muy distintos. Por una parte está el nacionalismo tradicional, el amor a la tierra en que nacimos, la empatía con sus gentes, costumbres, lengua, cocina, paisajes. Lo que antes llamábamos patriotismo. Algo no sólo legítimo, sino loable. Pero hay otro nacionalismo muy distinto: el de los pueblos oprimidos, ocupados y explotados por extranjeros –los casos de Irlanda y Polonia han sido los más flagrantes– o por sus propias clases dirigentes en el viejo régimen: monarquías absolutas, aristocracia, terratenientes, plutócratas. En ambos casos, la liberación sólo podía conseguirse a través de una explosión revolucionaria, iniciada en Francia y extendida al resto del continente para crear primero las modernas naciones europeas y, más tarde, las naciones africanas, asiáticas y americanas un día colonias, tras independizarse de sus metrópolis.
Hasta aquí, espero que estemos todos más o menos de acuerdo. Pero en adelante tendremos que andarnos con pies de plomo, pues llega la pregunta del millón: ¿a qué clase pertenece el nacionalismo catalán? O, para ceñirnos a las premisas antes apuntadas, ¿es Cataluña hoy una comunidad subyugada, explotada, oprimida por España? Los nacionalistas catalanes contestarán con un rotundo y unánime «sí», pese a venir gobernándola desde hace treinta años. «Pero –argüirán– se trata sólo de un gobierno local, sometido a las últimas instancias políticas, económicas y judiciales de Madrid, por lo que la subyugación persiste. No somos libres, y queremos serlo. Exigimos la autodeterminación, a la que tenemos derecho, como a tener Estado propio». Donde surge otra pregunta aún más comprometida: ¿es Cataluña una colonia de España?
Estoy seguro de que bastantes catalanes –desde luego, todos los convencidos de que «España les roba»– lo creen así. Pero hay un hecho que lo contradice: su nivel de vida, su industrialización, su PIB, superior a la media española y muy superior al de la mayoría de las comunidades. Y ¿dónde y cuándo se ha visto que una colonia tenga un PIB, una industria y un nivel de vida superiores a los de la metrópoli? Si uno se pone a buscar cifras y estadísticas desde que existen, lo que encuentra es que Cataluña (y el País Vasco) parece la metrópoli, y el resto de España, la colonia. Allí han estado la industria, la banca, los centros de producción y distribución de productos para el mercado español. Sólo en las últimas décadas ese enorme desnivel se ha reducido, gracias a la aparición de empresas en otras comunidades, pero aun así las mayores, como Repsol, la mayor petrolera, o la Caixa, el mayor banco de España, son catalanas. Lean los envoltorios de los productos industriales, farmacéuticos o alimenticios y verán que buena parte de ellos proceden de una de esas dos comunidades. Como que catalanes y vascos vienen formando parte de los gobiernos centrales desde hace dos siglos, incluidos los de Franco, así como de las más altas instituciones del Estado.
¿Es esa una situación colonial? ¿O de opresión? ¿O de discriminación? ¿O de cualquier circunstancia que justifique la autodeterminación, por no hablar ya de hacer comparaciones con las marchas pro derechos civiles en Estados Unidos? Algo que me parece no sólo exagerado, sino indecente. Sobre todo, haciéndose desde la mismísima presidencia de la Generalitat.
Entonces, me preguntarán ustedes, ¿qué es lo que está ocurriendo, qué es lo que están pidiendo, tramando en Cataluña, si no se dan las condiciones de opresión, negación de derechos y libertades que lo justifiquen? Pues lo que de verdad está ocurriendo en Cataluña es justo lo contrario de lo que se proclama: que una parte del pueblo catalán, en especial su clase dirigente, intenta hacerse con todos los poderes para imponer un modelo de Estado que no se basa en la libertad e igualdad, sino en la exclusión, dominación, imposición sobre el resto, con dos ciudadanías, una de primera y otra de segunda, según se sea «nacionalista» o no se sea. Dicho con toda la crudeza con que hay que decir estas cosas: no estamos ante una liberación de Cataluña, sino ante un intento de las elites burguesas y políticas catalanas que han venido gobernándola durante las últimas décadas, con el beneplácito de Madrid, de hacerse con los plenos poderes en el Principado y escapar así de todo control, el judicial sobre todo, que viene molestándoles.
Aparte de mentir a su pueblo sobre las consecuencias de su segregación –sobre si podrán seguir en la Unión Europea, sobre si desaparecerán sus problemas, sobre si vivirán mejor–, el nacionalismo catalán despide un rancio olor anacrónico: cuando las naciones se funden para poder afrontar el desafío de la globalización, embarcarse en un proyecto nacional secesionista parece no ya inoportuno, sino descabellado. Pero donde mejor se ve su vaciedad es en la falta de introspección. El verdadero nacionalismo no es el que considera a su país el mejor del mundo. Es el que quiere que sea el mejor. Y para eso, admite que tiene defectos y trata de corregirlos. Pero la Cataluña de hoy es alérgica a la autocrítica. Y el que la ejerce es automáticamente tachado de anticatalán, habiendo tenido que emigrar más de uno, mientras muchos tienen que callar. Mal camino para montar un Estado moderno. Recuerda el emprendido por los peores nacionalismos, que empezaron silenciando las voces críticas y terminaron como todos sabemos y no hace falta recordar. Por cierto, en autocrítica, el resto de la «retrasada» España va hoy muy por delante de Cataluña. Basta leer sus periódicos y escuchar sus tertulias.
Esto lo dice alguien que se ha pasado buena parte de su vida criticando los malos hábitos españoles y admirando a Cataluña por su laboriosidad, organización, apertura de mente, sentido común, respeto a la intimidad ajena y otras virtudes cívicas que florecían durante los años que vivió en ella, pero que parecen haber desaparecido, esperemos que sólo provisionalmente.