El pasado que nos espera

LIBERTAD DIGITAL  – 06/08/15 – JESÚS LAÍNZ

Jesús Laínz
Jesús Laínz

· El eximio Mark Twain escribió hace un siglo: «Muchas cosas no suceden como debieran, y la mayor parte de ellas ni tan siquiera llegan a suceder. Es tarea del historiador consciente corregir estos defectos».

Si este fenómeno se circunscribiera al ámbito erudito de la historia, suficientemente mala sería la cosa. Pero lo grave es que los más entusiastas correctores de defectos históricos suelen ser los políticos, sobre todo en esta cainita España nuestra, probablemente el país del mundo en el que más se utiliza la historia como arma política.

Hace cuarenta años, el tránsito de un régimen a otro pudo hacerse precisamente gracias a la convicción que tuvo la inmensa mayoría de políticos y ciudadanos sobre la necesidad de hacer borrón y cuenta nueva para no pasarnos la eternidad discutiendo sobre cuáles de nuestros abuelos tuvieron más culpa de la Guerra Civil. Aparentemente el acuerdo funcionó, aunque el paso del tiempo ha ido demostrando que, mientras que la derecha en bloque se lo tomó en serio, buena parte de la izquierda lo asumió a regañadientes. Pues en el fondo de su corazón seguían latiendo la frustración de la derrota y el ansia de revancha, aunque ya imposible en el campo de batalla, todavía alcanzable en los libros, en la historia, en el cine, en eso que tan atinadamente consagró el nefasto Zetapé con la cursilada de la memoria histórica. Aunque para ello haya que condenar a la amnesia histórica a Claudio Sánchez-Albornoz, presidente de la República en el exilio que recordó amargamente a sus compañeros de bando que la izquierda española, con su golpe de octubre del 34, perdió para siempre toda legitimidad para criticar el de julio del 36.

Y junto a la izquierda, por supuesto, los separatismos, los otros perdedores de la Guerra Civil, aunque en su defensa hay que admitir que desde el principio han sido bastante menos hipócritas que una izquierda que ha ido avivando paulatinamente las brasas del odio según el correr del tiempo nos alejaba de 1939. Paradojas del resentimiento, esa despreciable pasión.

El penúltimo acto del eterno guerracivilismo de la izquierda y los separatistas se está representando ahora con la campaña de eliminación de nombres e imágenes que no encajan en la totalitaria corrección política que ellos encarnan. Notable es el paso adelante que implica añadir a los purgados habituales –Franco y compañía– una nueva categoría, esta vez actual y en ejercicio: la Monarquía. Y lo más divertido del asunto es que con la defenestración de bustos regios pretenden adelantar en lo simbólico lo que desean conseguir próximamente a golpe de urna. Ya que de momento no está a su alcance eliminarlos en persona, al menos se dan el gusto de hacerlo en efigie, como en los buenos viejos tiempos de la Santa Inquisición.

Especialistas en reyes, y por supuesto en guerras civiles –tanto que, no saciados con la de 1939, siguen progresistamente aferrados a la de 1714–, los separatistas catalanes son insuperables en estas lides. Recuérdese, por ejemplo, la ocultación hace un par de años del escudo de armas de Felipe V que presidía desde principios del siglo XVIII una de las puertas de la muralla de la Ciudadela y desde 1869 la fachada del arsenal posteriormente convertido en sede del parlamento catalán. Ya lo había hecho Macià en 1932, y en esta última ocasión han contado con el voto favorable de unos socialistas que, por lo visto, se suman a sus aliados separatistas para borrar parte de la historia del país que aspiran a gobernar. Precisamente Macià y los suyos, discípulos aventajados de Orwell, establecieron en el artículo 115º de su Constitució Provisional de La Habana (1928):

· En el término más breve posible, una vez conseguida la independencia, los Ayuntamientos se ocuparán de hacer desaparecer, de los municipios respectivos, todo vestigio público que en fórmula de rótulos, lápidas, estatuas, monumentos, escudos, etc., recuerden actos, personajes, hechos o cosas relacionadas con los tiempos de la opresión española en Cataluña.

En nombre de la Cataluña nacionalista, la Cataluña real ha de desaparecer.

Hablando de reyes, numerosos gobernantes nacionales, regionales y municipales izquierdistas se dedicaron, sobre todo en los añorados años transicionales, a eliminar el yugo y las flechas de no pocos monumentos dedicados a los Reyes Católicos, convencidos de su erección por FET y de las JONS.

Sus extensiones posteriores, como el bolchevique Sindicato de Estudiantes, han continuado la juerga proponiendo, por ejemplo, cambiar el nombre del Colegio 19 de Julio de Bailén por considerarlo exaltador del alzamiento de 1936. ¡Estudiosos estudiantes éstos que no han estudiado que en esa localidad y en esa fecha de 1808 se pegaron algunos tiros!

Y ahora, pasados ochenta años de la Guerra Civil y cuarenta de la muerte de Franco, la izquierda insiste en convencernos de que el progreso, el bienestar y la felicidad se conseguirán cambiando a Vázquez de Mella por Zerolo y a Joaquín Turina por –es un suponer– Joaquín Sabina. En España el tiempo pasa inútilmente: ya advirtió Julio Camba en junio de 1931, recién instaurada la República, que lo que interesaba a algunos no era modernizar unas locomotoras que sólo servían para tostar cacahuetes, sino rebautizarlas eliminando las placas que todavía rezaban «Alfonso XIII».

Lo grave de estas ridiculeces retrohistóricas es que demuestran la torcida consideración que demasiados tienen de la política no como la actividad dirigida a la buena gestión de las cosas públicas por el bien de los ciudadanos, sino a la perpetua agitación del odio para construir un peligroso futuro político sobre los cimientos del imposible deseo de ganar guerras con un siglo de retraso.