Mas no puede convertir una cadena pública en altavoz de su proyecto independentista

EL MUNDO – 07/08/15 – EDITORIAL

· La sustitución del libre intercambio de ideas a través de los medios de comunicación, característica esencial de las democracias, por la propaganda burda al servicio de ilegítimas ambiciones políticas es la primera señal de alarma de que un poder constituido ha iniciado una deriva con pretensiones totalizadoras. El poder, en este caso, es la Generalitat de Cataluña, y la idea que opera como un fin en sí misma es la del independentismo.

Desde el momento en el cual Artur Mas y su Gobierno han puesto los canales públicos autonómicos de radio y televisión al servicio de su pretensión de subvertir el orden constitucional están demostrando que el espejo en el que se miran no es el de las sociedades democráticas sino el de aquéllas en las que las instituciones no están al servicio de los ciudadanos sino de proyectos políticos partidistas y personales.

Las protestas de PP, Ciudadanos, ICV y el Sindicato de Periodistas sobre la cobertura informativa de TV3 demuestran que el modelo que pretende imponer Mas se parece más al de aquellos noticiarios cinematográficos obligatorios para todos los espectadores que al de una televisión pública, libre y plural. A la retransmisión en directo y en horario de máxima audiencia del acuerdo entre Mas y Junqueras sobre la lista única en el Museo de Historia de Barcelona, o la firma del decreto de convocatoria de las elecciones del 27-S en el palacio de la Generalitat, discurso institucional incluido, les faltaba sólo una música imperial de fondo para completar una escenificación megalómana.

Pero es que el hecho de entrevistar a Junqueras como el principal líder de la oposición, que debería hacer reaccionar a la Junta Electoral, o la organización de debates sin representantes de los partidos que están contra la independencia, lo que le valió a TV3 una advertencia del Consejo Audiovisual de Cataluña, podrían pasar a la historia de la manipulación informativa.

Artur Mas debe renunciar a sus pretensiones de poner los medios de comunicación autonómicos al servicio de su idea de Cataluña, ya que esa concepción de lo público no es propia de sistemas democráticos. Su obligación es garantizar que la libertad de información pueda ejercerse de forma imparcial, no la de utilizar su posición de poder para acallar las voces que denuncian la ilegitimidad de sus ambiciones independentistas.