ABC 23/11/15
IGNACIO CAMACHO
· El yihadismo, como la crisis catalana, ha permitido a Rajoy elevarse sobre la campaña desde un pedestal de Estado
POR debajo de las caras de circunstancias y los discursos solemnes que requiere la ocasión, los políticos españoles llevan diez días estudiando el impacto en la campaña de los atentados de París y su secuela en forma de psicosis de pánico. La conclusión general es que, al igual que el desparrame separatista catalán, la irrupción yihadista otorga al Gobierno un plus de protagonismo y de responsabilidad que, aunque no le dé muchos votos directos, lo sitúa en posición de referencia y le devuelve la iniciativa política. También favorece un instinto sociológico de conservación y amparo que tiende a consolidar la estabilidad de quien ejerce el poder. No se trata de impulsos mensurables en términos de proyección de escaños sino de temperatura social, de estados de ánimo colectivos.
Las dos grandes crisis de noviembre tienen además otro efecto indirecto que ha beneficiado los intereses gubernamentales: han anulado el debate electoral propiamente dicho. El que se desarrolla sobre la gestión y el balance de la legislatura, en el que el PP sufre su mayor desgaste. La gravedad de la situación ha permitido a Rajoy comparecer a menudo erigido en referente de la nación, aureolado con ribetes de estadista. Por supuesto que el presidente corre el riesgo de resbalarse en cualquier sobreactuación o cometer errores fatales pero si hay un aspecto en que se siente fuerte es el de la cautela, el de la prudencia intuitiva. El marianismo anda en vilo ante la posibilidad de un agravamiento de cualquiera de los dos flancos críticos que le obligue a tomar decisiones de emergencia: un nuevo atentado, quizá en España, o una vuelta de tuerca en el desafío soberanista. Mientras no ocurra, sin embargo, se encuentra en ventaja relativa frente a una oposición con el espacio achicado y el discurso constreñido, obligada con mayor o menor agrado a cerrar filas.
El principal objetivo del resto de los candidatos consiste por tanto en regresar a un clima de campaña pura en el que poder colocar sus propuestas programáticas y poner al Gobierno a la defensiva. El ritmo y las pautas clásicos de la contienda electoral centrada en la administración del país durante los próximos años y en la necesidad de regenerar las apolilladas estructuras políticas. Ese debate interno –doméstico, dicen los anglosajones– lleva retraso, suspendido durante casi un mes, desplazado a un segundo plano. En ese tiempo las encuestas han ido asentando un estado de opinión que afianza la minoría mayoritaria del PP, cuyos estrategas más optimistas atisban, quizá con exceso de voluntarismo, síntomas de un cierto despegue. Podrían conformarse con estar evitando el declive en las semanas donde tiende a decantarse el grueso de las decisiones de voto. Porque aún resta un mes para las urnas y en algún momento Rajoy tendrá que descender del pedestal de Estado para fajarse en la política que peor domina.