- El autor repasa la evolución del pensamiento en las últimas décadas, constata el fracaso de la postmodernidad y analiza los problemas que se le plantean a las nuevas generaciones.
Jean-Fraçoise Lyotard escribe en 1979 La condición posmoderna donde describe una sociedad caracterizada por la pluralidad, por incluir discursos, lenguajes y relatos distintos para cada ocasión o grupo social. Se trataría de dar forma a la visión antijerárquica que supuso el mayo de 1968 y el movimiento hippie, lo que daría igualmente pie al concepto de multiculturalidad en los ochenta, que en nombre del anti-eurocentrismo plantea una sociedad compuesta por minorías que conviven en supuesta libertad creativa cada una con su propio relato y lenguaje. No obstante, este relativismo acabaría siendo criticado por el propio Lyotard cuando se percató que legitimaba la supervivencia del discurso neonazi como un elemento más de una sociedad plural.
A pesar de estas y otras contradicciones la posmodernidad ha conseguido cabalgar a hombros de intelectuales de prestigio que han hablado de la deconstrucción del logocentrismo (Derrida), del procedimentalismo y la teoría de sistemas (Luhmann) o del liberalismo irónico (Rorty). Ante la imposibilidad de encontrar la verdad, el modelo posmoderno apuesta por los procedimientos (ética procedimental), aparcando los valores y principios (ética sustantiva) que venían dando solidez al sistema. El resultado se caracterizaría por su permanente flexibilidad y liquidez (Z. Bauman), su carácter melifluo y efímero (Lipovetsky), donde el ser se hace insoportablemente leve o ligero (M. Kundera), el pensamiento débil (Vattimo), el mal insufriblemente banal (H. Arendt) y la democracia gobierna en el vacío (P. Mair).
Si la postmodernidad convertía lo sólido en líquido, la transmodernidad nos lleva a lo gaseoso. Se apuesta por la innovación permanente al precio que sea al tiempo que se entroniza la contradictio in terminis interminable. Sólo lo nuevo vale, aunque se trate de meras etiquetas o suponga destruir lo que ya funciona.
Para R. Dawkins (El gen egoísta) somos meros seres en tránsito y transitorios, sólo útiles en la medida que logramos transbordar genes de una generación a otra. Se predica la igualdad a nivel personal (todos/as somos lo mismo), mientras se respaldan privilegios a nivel territorial. Todo es móvil, especialmente el género que ha dejado de ser binario (hombre y mujer) para situarse en la “no dualidad” trans-queer de seres híbridos.
Si antes había un exceso de límites y reglas represivas, hoy hemos pasado a una cultura sin límites
La tecnología nos permite plantear una versión de nosotros mismos que logre la inmortalidad, un ser neutro sexualmente y una inteligencia artificial que sustituya a la humana y ya hay gente que está en esto (transhumanismo). Y eso que Borges ya advertía (El inmortal) que la inmortalidad llevaría a una sociedad decadente, repetitiva y tediosa, que aplaza o repite permanentemente sus decisiones.
Si antes había un exceso de límites y reglas represivas, hoy hemos pasado a una cultura sin límites: otro tipo de exceso. De una cultura monocorde hemos pasado a una cultura sin cordura. Todo vale en un arte que debe ser rompedor y provocar: la estética ha perdido su ética.
Para los gurús de la nueva psicología, nuestros únicos límites son los que nos ponemos nosotros mismos (W. Dyer y su El cielo es el límite o Tony Robbins y su “poder sin límites”). Para superarlos basta cambiar de pensamientos. La inteligencia es ahora transracional y translógica. La inteligencia emocional también nos defrauda porque las emociones a menudo nos engañan.
Se impone el enfoque transpersonal que nos abre una “nueva” dimensión de la persona que sería “transreligiosa”. En nombre de un a/pan/teísmo antidogmático se construye un dogmatismo perverso porque resulta invisible. La psicología vive una realidad no-dual buscando en un no-lugar el no-ego. Todo muy guay, pero transitorio. Cuando bajamos de la nube nos quedamos transpuestos pues seguimos sin ser felices y sin saber quiénes somos.
En la educación se transige con los caprichos de nuestros hijos, creando un marco fluido sin normas claras que olvida la misión de poner límites y ensanchar esos límites, pero solo cuando se demuestre la responsabilidad necesaria para poder traspasarlos. Mientras, la depresión y los trastornos psicológicos aumentan mientras el suicidio bate récords.
La política debe ser transversal, transparente y traslúcida, mientras permite trasgredir la ley sin consecuencias porque prevalece la necesidad de transaccionar todo, no como sinónimo de renuncias mutuas (e.g. el gran pacto de 1978), sino de transigir sin límites: autonomía sin límites, solidaridad sin límites, inmigración sin límites, propaganda sin límites, gasto público sin límites, impuestos y deuda sin límites…
Apostar por la innovación no implica olvidar lo mucho que debemos a los que nos preceden
Se vive el presente, trasladando la solución de los problemas que creamos hoy a las siguientes generaciones. La economía es también cada vez más sutil y gaseosa, el patrón oro una reliquia del pasado, el dinero se hace virtual, una mera anotación contable o telemática (bitcoin). La riqueza no se crea, ni se destruye, solo se transfiere pues la mayoría de las transacciones financieras nunca se trasladan a bienes tangibles (M. Mazzucato).
La ciudadanía se vuelve igualmente transnacional: hay que acabar con las antiguas naciones que daban solidez al sistema, bien por arriba (supranacionalidad) o por debajo (multiplicación de las naciones sin estado). Un mundo más fluido, pero menos democrático y que puede generar un caos autodestructivo. Mientras, sobresalen los “transcientíficos” que aseguran sin ningún género de dudas que el virus no existe o la Tierra es plana.
Sin embargo, en el mundo real todos estamos sujetos a límites. Algunos son puramente físicos pero otros son fijados por nuestras leyes, y son precisamente gracias a estos límites que podemos ejercer nuestra libertad. Cuando sobrepasamos ciertos límites nuestra propia humanidad queda en cuestión. Quitarle a alguien los límites (e.g. de velocidad) es la forma más segura de que se estrelle o que atropelle a otros. Cuando un gobernante no encuentra límites a su actuación llega la tiranía.
Hay muchos déficits que importan, pero uno no menor es el déficit de competencia. No hay solidaridad sin responsabilidad y respeto a las normas. El diálogo tiene también sus límites, tanto subjetivos ―pues no se puede dialogar con delincuentes, con psicópatas sociales o bajo amenaza―, como objetivos, pues no sirve para resolver conflictos donde lo que uno gana el otro lo pierde o concepciones de la sociedad completamente antagónicas y rígidas.
Tal vez sea tiempo de plantear un nuevo renacimiento cultural que nos abra al futuro, pero sin depreciar el pasado. Apostar por la innovación no implica olvidar lo mucho que debemos a los que nos preceden ni destruir sin más todas sus obras. Con sus errores, tan mal no lo habrán hecho si han permitido que lleguemos hasta aquí. ¿Estamos seguros de que nuestros bisnietos podrán decir lo mismo de nosotros? Un debate prohibido pues la transmodernidad tiene sus propios inquisidores que condenan a la muerte civil a los heterodoxos. Y es que como decía G.K. Chesterton: “El rasgo distintivo del mundo [trans] moderno no es su escepticismo, sino su inconsciente dogmatismo”.
*** Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista, y autor del libro «La Guerra cultural. Enemigos internos de España y Occidente».