IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Mientras Abascal y Sánchez solventaban la verdadera moción de censura, quizá Tamames comprendiese que no era cosa suya

Miraba Tamames el reloj con gesto de impaciencia mientras Abascal y Sánchez debatían –es una forma de hablar– la verdadera moción de censura, y tal vez en ese instante empezó a comprender que aquello no era cosa suya, que lo habían engañado cuando le convencieron de que iba a ser el nuevo Cincinato escogido para salvar la República. Al cabo de dos horas y media lo dejaron hablar por fin, desde un escaño para que no tuviese que encaramarse a la tribuna, pero en la práctica todo estaba sustanciado a esas alturas. Su discurso, acortado respecto a la versión filtrada en las vísperas, fue una descripción acertada y bastante culta de los destrozos sanchistas, pero no muy distinta de lo que cada día se lee o se escucha en decenas de artículos y tertulias. Al hombre se le olvidó reclamar el adelanto electoral que en teoría iba a defender como candidato y en esa clamorosa omisión quedó claro que de tanto verbalizarla por anticipado, a él y a sus patrocinadores se les había podrido la moción entre las manos.

En medio de tanto amateurismo político, el presidente exprimió su contrastado ventajismo. Atacó a Vox y al PP, que pasaba por allí, con un discurso escrito en el que repetía la palabra «ultraderecha» como quien recita un versículo; abusó de los tiempos de un modo inmisericorde ante un Tamames asombrado, cabreado y confundido; endilgó a la Cámara una turra interminable de presuntos logros del Ejecutivo y derramó carros de flores perfumadas sobre sí mismo. Por supuesto mintió como suele, sin reparos, con delectación, con desparpajo, con energía, con frescura, con entusiasmo, paladeando a su gusto cada minuto –fueron cien seguidos, más los del primer turno– que le permitía la laxitud del formato. El anciano postulante protestó al sentirse ninguneado, pero todavía le quedaba el trago de una Yolanda Díaz en su puesta de largo tratando de darle lecciones de economía y empleo a un catedrático. Sus gestos lo mostraban hastiado, deseoso de acabar con aquel coñazo.

De Sánchez abajo, todos los portavoces de la mayoría lo trataron con falsa condescendencia mientras se centraban en arrear a Abascal y en condenar a Feijóo ‘in absentia’. Estaban cómodos con la votación resuelta y la oportunidad –regalada, cortesía ‘voxera’– de recomponer por un día la aparente unidad de la izquierda. El esfuerzo de Tamames por mantener su dignidad a salvo en medio de aquel despropósito dio hasta cierta lástima, aunque fue él quien por afán de protagonismo se metió solo en la trampa. Aburrido, cansado, visiblemente contrariado o decepcionado, quizás arrepentido, parecía un pez fuera del agua, una reliquia de otra etapa –sin duda mejor– utilizada como reclamo de una maniobra estéril e innecesaria. La pregunta que quedó flotando al cabo es para qué servirá mañana el fracaso anunciado de su colaboración en esta torpe mojiganga. Y la respuesta es fácil: para nada.