TEODORO LEÓN GROSS-EL PAÍS
- Lo sucedido con la denuncia falsa de Malasaña retrata esa carrera desesperada para rentabilizar cada suceso en el mercado bursátil del odio
Hay algo inquietante en España, a propósito del odio, que va más allá de los delitos de odio. Y es la banalización de este. O, por decirlo con el título del gran clásico de William Hazlitt, el placer de odiarse, o más exactamente, el festín tan español de odiarse. No se trata de aquel odio telúrico del 36, aquel sentimiento ventral que tanto impresionaba a Churchill, y tampoco el odio como refinamiento sofisticado al que remite el ensayo de Hazlitt, sino esa forma de entender la convivencia que adquiere sentido solo contra el otro. Esa lógica política ha sido elevada a categoría por la generación de aprendices de brujo del tecnopopulismo del que habla Giuliano da Empoli. Y ese modo de deshumanizar al otro como objeto odiable es algo que envenena, y no muy lentamente, el pluralismo consustancial con la democracia liberal. Sartre comprendió que el odio es muy expansivo, con una poderosísima capacidad de aglutinar.
Por supuesto, el representante del odio siempre es el otro. Así va esto. Pero, como vio bien Hesse, siempre se odia algo que a la vez está dentro de nosotros. Eso es lo que Echenique y Tertsch no quieren ver, aunque está ahí a la vista como el elefante en la habitación. Belarra hablaba ayer de “los odiadores profesionales”, porque los odiadores siempre ven odiadores. Y esta generación es inseparable del caldo de cultivo de las redes, donde hierve el odio con naturalidad. Las sesiones de control en el Congreso resultan casi bailes versallescos de salón, elegantes coreografías institucionales, comparadas con sus cuentas de Twitter con esas balas de 240 caracteres parabellum, o más bien quijadas cainitas. Este tiempo ha visto el éxito del tecnopopulismo, que se extiende desde el éxito de Podemos al éxito posterior de Vox. No son los únicos, claro está. Ahí está el procés, la mayor máquina de odio activada nunca aquí.
La gran paradoja española es usar los delitos de odio para avivar el odio. La polarización se nutre de ese oportunismo. Lo sucedido con la denuncia falsa de Malasaña retrata esa carrera desesperada para rentabilizar cada suceso en el mercado bursátil del odio tratando de que cotice al alza hasta el máximo beneficio. No son patanes, o no sólo, aunque se beneficien de trolls y haters más o menos cerriles en las redes. Pero el propio Da Empoli, en su ensayo Los ingenieros del caos, recuerda que detrás del desmadre aparente del carnaval populista hay un trabajo concienzudo de propagandistas a los que importa poco adulterar las reglas del juego. Es el momento del periodismo —hay por ahí un alegato de la reportera brasileña Patricia Campos Mello titulado precisamente La máquina del odio— aunque a los medios no nos coge precisamente en un buen momento.
Este estado de odio, en fin, no se corregirá tratando de acabar con el otro, como sugiere esa política ridículamente polarizada de buenos y malos, de ángeles y demonios. Esto sólo cambiará cuando unos y otros asuman que ese odio también son ellos.