Iñaki Ezkerra-El Correo
Los versos que Ortega Smith recitó la noche del 10-N dicen mucho de Vox. No son del militar del XVI, sino de un autor al que le dio tiempo en vida a dedicarle tres sonetos a Primo de Rivera
Fue el ‘speech’ que Javier Ortega Smith lanzó la noche del 10-N para celebrar lo que para muchos ciudadanos de este país era un desastre. El secretario general de ese partido que dice conectar con todos los españoles alzó la copa eufórico y habló en nombre de «un puñado ya muy grande de españoles dispuestos a defender la patria» y a iniciar dicha tarea «con el brindis de Acuña, poeta y capitán de los viejos Tercios de la Infantería española»: «¡Por España; y el que quiera/ defenderla, honrado muera;/ y el que, traidor, la abandone/ no tenga quien le perdone,/ ni en tierra santa cobijo,/ ni una cruz en sus despojos,/ ni las manos de un buen hijo/ para cerrarle los ojos!»
La primera objeción que merecía tan patriótica iniciativa es que el padre de esos versos no fue el militar y poeta del siglo XVI que llevaba ese apellido (Acuña), como parece creer Ortega Smith, sino Eduardo Marquina, un autor grandilocuente nacido tres siglos después y al que podríamos calificar de romántico rezagado. Tan rezagado que le dio tiempo en vida a dedicarle tres sonetos a José Antonio Primo de Rivera.
Las citas literarias de las que echa mano un líder político, las referencias intelectuales o sentimentales a las que recurre en un discurso, mitin o arenga de consumo interno para los suyos, no son gratuitas. Nos dicen no sólo lo que rechaza de la situación presente de su país, del panorama internacional o de los postulados de los otros partidos, sino también del modelo de sociedad con el que ese líder sueña. Nos dicen cuáles son sus ideas, idearios e ideales, sus principios individuales y sus proyectos colectivos. Nos dicen, por ejemplo, si con la excusa de que apoyemos causas que nos parecen justas, básicas y cabales, como es la libertad, la igualdad ante la ley o la unidad nacional, hay quien nos intenta colar fines y medios, dogmas y creencias, estilos y sensibilidades, tabúes y prejuicios, banderas y valores que no son los nuestros o que incluso nos inspiran sincero rechazo y legítima repugnancia. Esas citas y esas referencias, nos dicen, en fin, por su finura o su torpeza, su acierto o su exceso, su solidez o su falsedad, ante qué tipo de personajes o propuestas ideológicas estamos.
En cuanto a los versos que recita Ortega Smith con brioso ímpetu y copa en mano ante la mirada arrobada de su jefe, son un fragmento de ‘En Flandes se ha puesto el sol’, obra teatral que encarna las esencias del nacionalismo católico y que Marquina escribió en 1910. En ella se atribuye el brindis al capitán don Diego Acuña de Carvajal, que es un personaje tan valiente como imaginario y a quien Ortega Smith parece identificar erróneamente con el otro Acuña, el poeta del XVI, que no se llamaba Diego sino Hernando.
Aclarado el malentendido, detengámonos en el contenido ideológico del versificado brindis con el que se identifican las gentes de Vox. El primer rasgo que llama la atención de esa estrofa es la radical falta de piedad cristiana para el culpable de traición a su patria. Fíjense que no se invoca la severidad de la Justicia ante el delito sino la ira divina ante un pecado que, aunque pertenece al ámbito bélico o político, aquí se homologa tácitamente con el sacrilegio digno de excomunión, que es a lo que equivale la prohibición de ser enterrado en «tierra santa» bajo el signo de la «cruz». A semejante falta de clemencia pronunciada, paradójicamente, en nombre de la doctrina del perdón, se añade en ese brindis un pestilente machismo que hoy no es de recibo: «…ni las manos de un buen hijo/ para cerrarle los ojos!». Tales versos destilan la sexista e implícita suposición de que la paternidad o -peor todavía- la posesión de descendencia masculina es una condición inherente a todo honroso defensor de España y de que no haber tenido hijos varones en el matrimonio es la mayor maldición que se pueda imaginar, sólo comparable a la de que tenga que ser tu esposa, tu hija o una enfermera la que ponga sus manos sobre tus párpados cuando te veas en el trance de dejar este mundo.
Hay algo más que apuntar en ese ‘brindis de Acuña’ que no es de Acuña: el retrato racial que hacen del español los versos que le preceden y que el brazo derecho de Santiago Abascal recitó la noche del 10-N paseando su copa llena con una donaire tabernario de hidalguillo de comedia colegial: «…español, a toda vena/ amé, reñí, di mi sangre,/ pensé poco, recé mucho,/ jugué bien, perdí bastante/ y, porque esa empresa loca/ que nunca debió tentarme,/ que, perdiendo ofende a todos,/ que, triunfando alcanza a nadie,/ no quise salir del mundo/ sin poner mi pica en Flandes».
Fíjense en lo que nos vende como virtudes dicho retrato de «español ejemplar»: el talante pendenciero; el carácter reacio a la reflexión; la condición inexcusable de creyente, que excluye para su «noble secta» el laicismo o incluso la propia aconfesionalidad de nuestra Constitución, y el amor al juego, que es en realidad el que impulsa al personaje, o sea al tahúr antes que al patriota, a luchar por su país de un modo que cree contrario a sus intereses, a la cordura y al propio deber ético.
Frente a ese modelo incivil, Machado nos propone otro en un poema en el que hace comparecer a un carbonero, a un sabio y a un poeta: «Llevadlos al teatro/ y sólo el carbonero no bosteza./ Quien prefiere lo vivo a lo pintado/ es el hombre que piensa, canta o sueña./ El carbonero tiene/ llena de fantasías la cabeza». Me parecen éstos unos versos más sugerentes que los de Marquina. Aunque haya en nuestra política mucha fe del carbonero, o sea mucha ceguera fideísta, y mucho populista que prefiera la España pintada a la España viva.