Pedro Chacón-El Correo

  • Esa monarquía, de la que el lehendakari ha destacado su carácter electivo, tiene sus singularidades, pero el mismo modelo sucesorio que las occidentales

El lehendakari Iñigo Urkullu, en la entrevista publicada por este periódico el domingo, hizo alusión a los maoríes como ejemplo de monarquía electiva. «Me llamó la atención algo que leí sobre la etnia maorí de Nueva Zelanda, que elige al rey», señaló. Que en una entrevista de enjundia como esa todo un lehendakari realice semejante reflexión en el contexto de una pregunta sobre la institución monárquica en España resulta verdaderamente llamativo. Sobre todo, porque no hay punto de comparación posible entre el rey de los maoríes y la monarquía en España.

En el caso de la monarquía maorí, llamada Kingitanga, ha habido siete reyes en total desde el nombramiento del primero en 1858 hasta hoy, lo cual denota la escasa tradición de dicha institución, cuyo propósito inicial fue intentar dar una imagen unida de las distintas tribus en los momentos de mayor peligro para la etnia. Y lo de que estamos ante una monarquía electiva, me temo que la fuente del lehendakari no ha sido muy precisa puesto que si, en teoría, son elegidos por los líderes de las distintas tribus -no de todas-, lo cierto es que el título ha ido pasando de padres a hijos por vía de primogenitura. Esto es, que el actual rey, Tuheitia Paki, es hijo primogénito de su madre, la reina Te Atairangikaahu, única mujer de la serie, que fue a su vez la hija mayor del rey precedente, Koriki Mahuta, y así sucesivamente hasta llegar al fundador de la dinastía, Potatau Te Wherowhero. Por tanto, si se afirma, para describir su relevancia, al tiempo que su sencillez y cercanía, que los reyes maoríes provienen del pueblo y sirven al pueblo, debería añadirse que todos ellos pertenecen a una misma línea sucesoria durante siete generaciones.

Dichos reyes maoríes son, por tanto, similares a los occidentales en cuanto a modelo sucesorio, aunque en teoría pudieran ser elegidos. Pero ni hay tradición más allá de 1858, ni reconocimiento oficial, ni papel constitucional, ni nada parecido. Lo único que ostentan es un poder simbólico y cultural, muy respetable eso sí, que representa a los maoríes como etnia, con una lengua y una cultura que otorga lo autóctono y singular a Nueva Zelanda respecto de la mayoría británica que ha acabado por hacerse con la soberanía por completo. Y ello a pesar de que en la historia del país ensalcen el llamado Tratado de Waitangi, de 1840, entre los representantes de la corona británica y los de las tribus maoríes, como símbolo de integración y convivencia. Porque el caso es que dicho tratado todavía se sigue discutiendo, dado que sus dos versiones, en inglés y en maorí, son interpretadas de distinta forma en puntos esenciales relativos a la soberanía.

Y si, en lugar de comparar la monarquía maorí con la española, comparáramos a los maoríes con los vascos, la verdad es que tampoco podríamos llegar muy lejos. Porque, para invasión, la de Nueva Zelanda, ejemplo paradigmático de colonización europea y el más tardío de todos. Si en 1840 había 100.000 nativos y 2.000 occidentales, en 1896 la proporción pasó a 42.000 nativos y más de 700.000 occidentales. Antes de 1840 la población maorí ya había quedado esquilmada debido a la llamada Guerra de los Mosquetes, que durante los primeros cuarenta años del siglo XIX había acabado con entre 30.000 y 40.000 maoríes -entre ellos, tribus enteras aniquiladas-, cuando los nativos se hicieron con mosquetes europeos -de ahí el nombre- y se disputaron entre sí la hegemonía de su etnia.

Y es que los maoríes, instalados definitivamente a partir del siglo XIV en lo que será Nueva Zelanda, procedentes de la Polinesia, se caracterizaron siempre por su extrema belicosidad incluso entre ellos mismos, con ceremonias de canibalismo incluidas al final de sus habituales batallas intertribales. Todavía en 1809 ocurrió la famosa masacre del ‘Boyd’, cuando los maoríes mataron y se comieron a los 66 tripulantes del barco de dicho nombre que hacía ruta desde Australia, en represalia por que un maorí fue azotado por negarse a trabajar durante el viaje. Después, el dominio occidental se dirimió en la llamada Guerra de las Tierras, entre 1845 y 1872, en la que, como su propio nombre indica, los colonos británicos se hicieron por la fuerza con extensos territorios maoríes.

El control territorial y político tuvo como consecuencia la imposición de la lengua inglesa y la consiguiente reducción del idioma maorí. Para un país de una extensión poco mayor que la mitad de España y habitado por algo menos de cinco millones de personas, los maoríes son hoy unos 600.000 y se habla el maorí, o al menos es conocido, por unos 100.000 individuos. No fue declarado oficial hasta 1987, año en el que se tomó conciencia de la grave crisis de supervivencia en la que se encontraba y a partir de ahí empezó un ligero repunte y sostenimiento.