IÑAKI EZKERRA-EL CORREO
- Iniciativas envenenadas, que se disfrazan de solidaridad con la Corona, no buscan otra cosa que dañarla
Con motivo de los indultos que va a conceder el Gobierno Sánchez a los condenados del llamado ‘procés’ ha surgido en las redes sociales una campaña de presunto apoyo al Rey para que se niegue a firmarlos. La envenenada iniciativa, que se disfraza de solidaridad con la Corona, no busca otra cosa que dañarla por una vía oblicua, una vez desactivada la del republicanismo frontal que abanderó Pablo Iglesias durante los momentos más dramáticos de los estados de alarma. Quienes están detrás de este tipo de reclamos destinados a enredar a ciudadanos bienintencionados saben de sobra que, mientras Felipe VI no saque los pies del tiesto constitucional, tanto su persona como la institución monárquica se encuentran seguras. Por esa razón, lo que pretenden determinados sectores populistas, tanto de izquierdas como de derechas y de signo nacionalista, es tentarle a que ponga, aunque sea un milímetro, un pie fuera de ese tiesto.
Cuando no se quejan de que su discurso del 3-O de 2017 fue insuficiente y melifluo, lo hacen desde la otra acera ideológica acusándolo de partidista, excesivo y antidemocrático. Cuando no consiguen arrancarle contra los indultos una palabra que, en lugar de hacerle fuerte, le debilitaría gravemente no sólo ante los previsibles ataques del sanchismo, la izquierda o el secesionismo catalán, sino ante el propio constitucionalismo, el cuerpo jurídico y los guardianes de la legalidad democrática, se afanan en presentar su silencio prudente y la propia firma de los indultos a la que está obligado por artículo 62 de la Constitución como un acto de claudicación comprometedora y de autolesiva complicidad.
La verbal y torpísima adhesión de la presidenta madrileña a esta última ‘tesis’ de las peregrinas complicidades que comportaría la rúbrica regia ha puesto de manifiesto, pese a su rectificación, no la debilidad de la Corona, sino la de la vertiente populista de la que, sin duda, adolece el ayusismo y que afecta a la flojedad conceptual de su discurso, si bien se contrarresta con otros valores firmes que son los que le han reportado el triunfo en las urnas. No está de más señalar, sin embargo, que, en ese gran rapapolvo al que Ayuso se ha hecho acreedora ha habido también excesos y quien lo ha aprovechado para llevar el ascua de una falsa moderación a su interesada y populista sardina.
Que el Rey no tenga más remedio que firmar los decretos que son aprobados en los consejos de ministros no legitima en absoluto a éstos. Ni los legitima ni los deja de legitimar. En el caso que concierne a los convictos del ‘procés’, ya hay quien ha señalado un defecto procedimental en el hecho de que la medida de gracia fue solicitada como un indulto general, que no cabría en nuestro ordenamiento jurídico. Y, más lejos aún de ese problema de forma en la solicitud, está la evidencia de que su concesión, al dividirse, para hacerse viable, en expedientes particulares, se acerca, si no técnicamente, sí moralmente al menos y a todas luces al fraude de le ley, que el Diccionario panhispánico del español jurídico define como «actuación aparentemente lícita que en realidad persigue evitar la aplicación de la norma establecida para la ocasión».
Son esas objeciones, que hoy están sometidas al debate público, las que podrían llevar al Supremo, y en último caso al Constitucional, a declarar nulos los indultos que quiere otorgar Sánchez. Lo que ha quedado claro, gracias a la metedura de pata de Ayuso (hagamos de la necesidad virtud), es que no compete al Rey entrar ni como parte ni como árbitro en esos terrenos de la discusión jurídica, a los que tradicionalmente quieren llevarle con insistencia algunas de las voces populistas que ahora han jugado a poner el grito en el cielo para echar más leña oportunista a la hoguera ayusista.
Sí. De repente se han convertido en consumados expertos en Derecho Constitucional y abnegados vigilantes de la legalidad democrática los que desde la izquierda y el secesionismo más populistas consideran agotado el régimen del 78 y contraponen, en su cotidiano e insistente discurso, la democracia a la ley, como si la primera fuera posible sin la segunda. De pronto, y sin otro fin que el de hacer leña ventajista y electoralista del árbol caído, se nos pone monárquica una extrema derecha que juega al republicanismo entre los bastidores de la vida pública española y que se autodenomina constitucionalista cuando a la vez denigra siempre que puede nuestra Constitución, ve en ella insalvables fisuras y la considera papel mojado o arremete contra la amnistía del 77 sobre la que se asienta el orden del 78 que dice defender.
En vez de tener que sortear constantemente las tramposas invitaciones a salirse del tiesto constitucional, lo deseable sería que al Rey le dejaran emplearse a fondo en recuperar las buenas relaciones con la Casa Blanca norteamericana y la Casa Real marroquí, esas dos asignaturas que Sánchez no ha sabido aprobar aún y que constituyen dos auténticas trampas populistas que se ha puesto a sí mismo.