JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

Se ha buscado crear unas expectativas incumplibles para generar después frustración. Una trampa al Rey y al propio Gobierno en la que ni uno ni otro han caído

Felipe VI ha sabido, otra vez, estar en su sitio y transmitir a la opinión pública un mensaje atenido a sus funciones como jefe del Estado, eludiendo las celadas de algunos que le requerían unos pronunciamientos que ni podía ni debía formular.

La operación a la que se ha sometido al Rey ha sido burda y ha consistido en crear unas expectativas basadas en un planteamiento capcioso que es aquel que formula preguntas, argumentos o sugerencias para arrancar del interlocutor o contrincante una respuesta que pueda comprometerlo. Las llamadas trampas saduceas —aquellas que eran propias de la dialéctica de esa facción de sacerdotes judíos— buscaban, además, crear expectativas incumplibles para generar después frustración colectiva.

Los saduceos no han logrado que su capciosidad hiciese sucumbir al Rey y al Gobierno

El Rey se ha referido en su discurso al drama de la pandemia en todas sus vertientes, con el reconocimiento de los sectores profesionales y ciudadanos que más la han sufrido, ha recordado a los vulnerables, ha apelado de nuevo a la Constitución y la convivencia y se ha referido a los principios “morales y éticos” de las conductas que “obligan a todos sin excepciones” y que “están por encima de cualquier consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personales y familiares”. En esa mención transparente queda contenida la alusión precisa a la probidad y ejemplaridad que es obligada al titular de la Corona. Ahora y desde 2014, Felipe VI desempeña su magistratura con “espíritu renovador” según sus propias palabras, que avalan los hechos.

E incidir en esos principios es lo que corresponde al jefe del Estado cuyas palabras han contado con el refrendo del Gobierno que se ha atenido al principio de mínima intervención al tratarse del mensaje más personal del Felipe VI, tal y como ocurre en todas las monarquías parlamentarias.

Por lo demás, y como se escribió en este blog el pasado el pasado día 12, el Rey ya se ha pronunciado respecto de las conductas reprobables de su padre con el lenguaje de los hechos. ¿Hay una forma más contundente de distanciarse institucional y personalmente de sus comportamientos que prescribirle la expatriación en su condición de jefe de la Casa Real?

Aquí no cabe el engaño. Felipe VI ha observado una conducta digna de forma constante desde su proclamación ante las Cortes Generales el 19 de junio de 2014. Ha demostrado ser consciente de que le ha tocado manejar un difícil legado de su padre en lo relativo a su vida privada que, siendo Rey, es, en realidad, siempre pública. Todo eso lo ha tenido que gestionar con un cambio de paradigma en la gobernanza de nuestro país: en 2015 pasamos del bipartidismo al multipartidismo y, tras cinco convocatorias de elecciones legislativas, la Jefatura del Estado cohabita con un Gobierno de coalición en el que uno de los partidos que lo integran, en connivencia táctica con el independentismo, pretende abatir la monarquía parlamentaria para, al mismo tiempo, cobrarse la abrogación de la Constitución de 1978.

Por lo demás, el Rey no debía decir cosa distinta de la que ha dicho esta noche. No le corresponde anunciar ningún desarrollo legal del Título II de la Constitución; no le corresponde anunciar tampoco ninguna modificación del estatuto honorífico de su padre que, de alterarse, debe ser deliberado previamente por el Consejo de Ministros y, mucho menos, puede sugerir una reforma constitucional relativa a cualquier aspecto, aunque se refiera a la inviolabilidad. Porque todos esos pronunciamientos, iniciativas y debates corresponden al Gobierno, a los partidos políticos con representación parlamentaria y al intercambio de opiniones y criterios en el ámbito de la sociedad civil.

Por eso, los saduceos no han logrado que su capciosidad hiciese sucumbir al Rey e, incluso, al propio Gobierno. Ahora vendrán las previstas expresiones de una impostada frustración. Pero tanto la expectativa hiperbólica como la posterior crítica exacerbada resultan expresiones menores ante la densidad de los hechos a los que se ha referido correctamente el jefe del Estado.