Ignacio Camacho-ABC
Lejos de romper con un separatismo que utiliza el reciente veredicto europeo para anunciar otro desafío al Estado de Derecho, el presidente Sánchez le ha urgido una fecha para cerrar su acuerdo. Al entregar la llave del poder a un preso no sólo legitima la sedición sino que se hace responsable de un nuevo intento
El veredicto con que la Corte de Luxemburgo reconoce a Oriol Junqueras una inmunidad como miembro del Europarlamento, que en principio no afecta al fondo de la condena firme por la que sigue preso, ha sido interpretado por los separatistas -«con grande alboroto de pitos y timbales», que diría García Márquez- como una victoria contra el Estado de Derecho que representa el Tribunal Supremo. Esa eufórica adulteración de trazo grueso, acompañada de los habituales embustes y de la promesa tan explícita como orgullosa de volver a convocar un referéndum, debería haber bastado en un país serio para apartarlos de inmediato de cualquier posibilidad de influir en la formación del Gobierno. Helos ahí, sin embargo, convertidos en factor esencial de la investidura al mismo tiempo que proclaman la voluntad reforzada de persistir en su proyecto, que es el de provocar la fractura del Estado socavando sus instituciones desde dentro.
Esta disparatada contradicción es posible por el empeño irresponsable de un presidente decidido a pagar cualquier precio por un poder que en esas circunstancias ni siquiera podrá ejercer con criterio autónomo y arbitrio pleno. Lo más asombroso del asunto, lo que lo convierte en una anomalía fuera de escala y de modelo, es que el designio secesionista no constituye ningún secreto porque sus promotores lo anuncian sin miramientos como un objetivo estratégico. No existe engaño alguno; se trata de un propósito declarado y abierto. Al menos los troyanos de Homero no eran conscientes del cargamento letal que contenía el caballo de madera aparentemente regalado por los griegos.
El indiscutible contratiempo, por ahora más político que judicial, que entraña la resolución europea no ha supuesto para Pedro Sánchez ningún problema. Antes al contrario, se dispone a utilizar a la Abogacía estatal como herramienta para allanar las pretensiones de alivio penal de Junqueras, bajo el pretexto de asumir, como no podía ser de otro modo, el cumplimiento de la sentencia. El actual juego de reclamaciones y recelos no es más que la escenificación que la cúpula de Esquerra necesita para aplacar a sus bases antes de dar el visto bueno a la decisión que de antemano tenía resuelta a falta de ponerle fecha. La negociación está cerrada y ni siquiera la compromete el hecho de que Puigdemont, agraciado de rebote por el fallo del TJUE, campa ya a sus anchas por la Cámara de Bruselas dispuesto a disputar a los republicanos la primacía electoral de la sedicente Cataluña irredenta.
Pero incluso ese factor favorece por otro lado las intenciones del presidente al permitirle abrir al segmento nacionalista más arriscado su inquietante oferta de «diálogo». Desde la sentencia de octubre, que redujo el procés a una sedición y consideró la declaración de independencia un mero artefacto ilusorio fruto de un delirio «ensoñado», el presidente ha encontrado en los tribunales un inopinado aliado táctico para su plan de distensión a plazos. No porque se produzca una imposible subordinación de poderes, sino porque el sanchismo ha depositado sobre la justicia comunitaria la responsabilidad del «trabajo» de atemperar la carga punitiva de los condenados. De momento, ya tiene a los dos líderes de la insurrección con inmunidad parcial, y probablemente con credencial parlamentaria, sin necesidad de mancharse las manos. Más adelante será la Generalitat la que aplique beneficios a los reclusos -a través del artículo 100.2 del reglamento penitenciario- para que la gestión del pacto de investidura se pueda efectuar bajo su directo liderazgo. Ibuprofeno en grandes dosis a cambio de su respaldo.
Habrá, no obstante, más contrapartidas. Las primeras han sido de lenguaje, el instrumento de la psicoterapia política: reconocimiento del «conflicto», llamada a Torra, mesa de interlocución bilateral, reunión blanqueadora con Bildu, sustitución de la referencia a la Constitución por la más ambigua de «seguridad jurídica». Luego vendrán cesiones en los presupuestos y una hoja de ruta legislativa, ya sugerida por Carmen Calvo, para acomodar en ella ciertas reivindicaciones soberanistas. Ahí puede entrar la devolución de las competencias de justicia, bloqueadas por el TC, o una ley que desarrolle el artículo 92 de la Carta Magna para permitir, tal como Podemos viene pidiendo, una votación «consultiva». Para esa agenda basta con la correlación de fuerzas que el bloque de la moción de censura garantiza: el método zapaterista de una reforma constitucional encubierta y aprobada sin necesidad de consenso, por simple mayoría.
Llama la atención que en la ronda de esta semana, Sánchez exigiera a PP y Cs su abstención a cambio de nada mientras se sentaba con ERC a discutir y aceptar sus exigencias. Un doble rasero que evidencia su nula disposición al entendimiento con el centro derecha y anula cualquier especulación sobre el giro constitucionalista que incluso muchos de los votantes -y dirigentes autonómicos- socialistas desean, y que hubiese constituido la reacción de un gobernante sensato a la sentencia europea. Ya se ha visto, empero, su respuesta: acelerar a fondo las conversaciones con el separatismo y arrancarle una fecha urgente -la de la noche de Reyes- para evitar que se arrepienta. Una claudicación en toda regla: la legitimación de una sedición y la entrega de la llave del poder al líder de la revuelta.
Por eso, cuando ayer, en el Congreso de Esquerra, Pere Aragonès proclamó su pragmática vocación a hacer de “rompehielos” estaba asumiendo ante los suyos el mandato de su jefe de sumarse a la alianza de Gobierno con la pretensión de ganar el tiempo necesario para reformular el dichoso “proceso”. Traducida la frase al lenguaje real de la política, al significado subyacente de los términos expresos, se trata de actuar más bien como rompehuesos. Porque eso es lo que el pretende el secesionismo catalán con este derrotero: quebrar la estructura de la Constitución, astillar sus bastidores, partirle el esqueleto. Sólo que ahora, anunciado con la palabra “inevitable” su nuevo intento de golpe insurrecto, el cómplice sobrevenido de esa insurrección será el mismísimo Gobierno.