El síndrome de Pilatos

Ignacio Camacho-ABC

  • El Gobierno guarda distancia con su responsabilidad y se lava las manos en el agua tibia del término «allegados»

Cuando el ministro y el portavoz chiquichanca que negaron la utilidad de las mascarillas hablan de apelar al sentido común dan ganas de echar a correr o mejor, dadas las circunstancias, de encerrarse en casa. El sentido común, que tanto le gustaba mencionar a Rajoy, y la responsabilidad individual son cualidades subjetivas y demasiado abstractas si de lo que se trata es de limitar libertades y establecer restricciones a la normalidad cotidiana. El concepto de «allegados» carece de definición jurídica y es lo opuesto a una «vinculación sentimental determinada» (Illa dixit): justamente es determinación, exactitud, claridad, lo que le falta a esta definición tan vaga. Cualquier clase de lazo afectivo, cualquier concomitancia, cualquier afinidad es susceptible de caber bajo ese paraguas. Sucede que estando por medio la pandemia el Gobierno no puede adoptar medidas basadas en la interpretación discrecional de una palabra; se necesita precisión normativa, además de semántica, para que las reagrupaciones navideñas no desemboquen en otra presentida emergencia sanitaria.

Eso de los allegados es una barra libre, un coladero que en la práctica otorga salvoconducto a toda clase de encuentros y despoja a las fuerzas del orden de capacidad de discernimiento para saber qué tipo de reuniones se ajustan o exceden a la regulación por decreto. El Ministerio se ha atascado ante las limitaciones de un Código Civil imperfecto que no recoge el amplio abanico contemporáneo de relaciones fuera de parentesco. Y ante la posibilidad de excluir uniones no oficializadas, entrar sin pretenderlo en complejas polémicas de sexo o de género y despertar enojosos conflictos de familias poco convencionales, se ha amparado en un término cuya ambigüedad le evite pillarse los dedos a costa de sembrar el desconcierto. Un marco abierto a la trapacería, al abuso, al enredo, a la impostura, a la arbitrariedad y hasta al cachondeo. Todo lo contrario a las exigencias del Derecho, que requiere supuestos concretos, premisas transparentes y nitidez de criterio.

Una vez más el Ejecutivo se inhibe de su deber prescriptivo y deja a las autonomías la gestión del caos que él mismo está provocando. El miedo a las decisiones impopulares ha alumbrado un plan deliberadamente anárquico que acabará por hacer responsables de sus consecuencias a los ciudadanos. Esos presuntos expertos protegidos bajo inaceptable anonimato son incapaces, en el caso de que existan, de tomar una sola medida efectiva para prevenir el contagio más allá de la de usar mascarillas -a buenas horas-, observar distanciamiento social y lavarse a menudo las manos. Pero son Sánchez y sus ministros los que a la hora de hacer su trabajo embozan su incompetencia, se enjuagan en la jofaina de Pilatos y guardan una distancia preventiva ante las responsabilidades de sus cargos. Esto no es un Gobierno: es un simulacro.