EL CONFIDENCIAL 02/05/15
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
· El presidente de la Generalitat mostró su satisfacción por una pitada que nada le daba a él ni a los suyos. Aunque Mas crea lo contrario, el proceso soberanista ha bajado un peldaño más
La Comisión Antiviolencia, como era de prever, parió un ratón. Después de horas de reunión acordó recabar múltiples informaciones y abrir numerosos expedientes informativos. Es de suponer que el presidente de la Generalitat de Cataluña seguirá con la sonrisa colgada de los labios. Porque la pitada al himno nacional de España ante el Rey y en el estadio del Barcelona fue exactamente como él quería que fuese: un jalón más del proceso soberanista cuando éste no se encontraba –no se encuentra– en su mejor momento.
Extraer de ese contexto los hechos extradeportivos de la final de la Copa del Rey celebrada el pasado sábado es tanto como desconocer la misión que la Generalitat y los partidos independentistas han encomendado a determinadas entidades populares, sea la ANC u Òmnium Cultural y otras menos conocidas pero igualmente activas. En Cataluña existe un reparto de funciones en el proceso independentista. La estética cromática del secesionismo –como ha ocurrido en las tres últimas Diadas– corre a cargo de las plataformas sociales que cogobiernan con Mas y Junqueras la Generalitat.
La expresión de satisfacción que el dirigente catalán mostró permanentemente al lado del Rey –Felipe VI fue un ejemplo de dignidad y saber estar– mientras arreciaban los pitidos y abucheos al himno nacional y, por derivación, a la significación de Felipe VI como jefe del Estado, era el síntoma de que el espectáculo de fuerza de desafección a los símbolos de España alcanzaba exactamente sus objetivos: que la protesta independista se sobrepusiera al evento deportivo de tal manera que este quedase arrumbado con una interpretación política especialmente reforzada por ser el coprotagonista el Athletic Club de Bilbao.
Mas, con su sonrisa colgada, mientras el Rey, firme, trataba de capear el temporal, se ha granjeado más inquinas que un centón de proclamas soberanistas
Al Barcelona y al Athletic la final de la Copa del Rey, tal y como transcurrieron los prolegómenos, no les cuadra ni poco ni mucho. Ambos equipos tienen que viajar constantemente por toda España y no son ajenos a las pérdidas de simpatías que estas circunstancias les causan. La responsabilidad de lo que ocurrió no hay que atribuirla, tampoco, a la espontaneidad. Resultaría una ingenuidad. Fue un acto político planificado, estudiado y disciplinadamente ejecutado. Una especie de Diada pero celebrada en mayo y con el Rey presente, flanqueado también por el lendakari Urkullu, que mantuvo un gesto serio, acorde con el rigor institucional del caso.
La retransmisión televisiva del evento era un elemento clave para que las plataformas populares secesionistas echasen el resto. Pitos en las gradas, colocación en formación con los colores de la estelada con la colaboración de una parte del público asistente y seguridad absoluta de que la impotencia de cualquier instancia pública era total para evitar lo que ocurrió. En tales circunstancias y después de unas elecciones municipales en las que los independentistas han fracasado en Barcelona y en su área metropolitana, la ocasión la pintaban calva.
El tour de force secesionista no va a tener consecuencias como no sea alguna multa y un menudeo de reconvenciones y requerimientos. Un Estado de derecho que alberga un sistema de libertades incurre en este tipo de inevitables contradicciones: permite ser vapuleado en sus símbolos si, arteramente, existe el propósito de zaherirlo por quienes, desde la deslealtad, incitan a que lo sea. Y ese ha sido el caso. El proceso soberanista está lleno de desafíos a los que se ha respondido desde la impotencia o con el silencio. La política como disuasión o persuasión, como una acción preventiva y advertidora, de nuevo ha fallado.
La retransmisión televisiva del evento era un elemento clave para que las plataformas populares secesionistas echasen el resto
Los ciudadanos debemos a los políticos el respeto que ellos mismos demuestren que se merecen. Artur Mas, con su sonrisa colgada, satisfecha, mientras el Rey, firme, trataba de capear el temporal, se ha granjeado más inquinas que un centón de proclamas independentistas. Y se ha restado muchas –no sabe él cuantas– simpatías o comprensiones. Porque una cosa es reivindicar lo que se cree propio y otra muy distinta zaherir lo que se considera ajeno, contando con la bula de la impunidad y la falta de recursos de un Estado que nació en 1978 para un recto entendimiento de la libertad y de la concordia.
El presidente de la Generalitat mostró su satisfacción ante una performance que nada le daba ni a él ni a los suyos –salvo una propaganda antipática y ofensiva– y que les restaba bastante más de lo que quizás ahora pueda imaginar. El proceso soberanista ha bajado un peldaño más. Aunque Artur Mas, seguramente, crea lo contrario.