El suicidio como terapia social

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 31/08/14

José María Ruiz Soroa
José María Ruiz Soroa

· El ser humano tiene un valor en sí mismo a pesar de que se empeñe en causar el mal en su derredor.

En este verano tan pródigo en acontecimientos llamativos ha pasado sin demasiado comentario una de las ideas más inquietantes (intelectual y éticamente inquietantes, quiero decir) que se ha escuchado públicamente. Fue la del psicólogo Javier Urra cuando señalaba que los pederastas y violadores en serie deberían estudiar su suicidio como única salida ética a su situación, añadiendo que él se la había sugerido a algunos de los sujetos que trataba. Aunque matizadas confusamente con posterioridad por su autor, quizás porque la inducción al suicidio es un delito tipificado en el vigente Código Penal, el punto que ponen crudamente de manifiesto estas declaraciones merece reflexión.

En definitiva, se supone que estamos hablando de unos seres humanos afectados por una fortísima inclinación psíquica, quizás hasta insuperable por ellos mismos con independencia de su voluntad consciente, a causar daño a otras personas mediante actos irreprimibles y objetivamente perversos. Estas personas, a las que el castigo impuesto por la Justicia ordinaria no les modifica, ni les sirve como amenaza preventiva para evitar que cometan nuevos delitos contra inocentes, estas personas ¿no deberían suicidarse asumiendo así voluntariamente el mayor servicio que pueden prestar a la sociedad? ¿No podría incluso la sociedad recomendar el suicidio a estas personas, visto el fracaso de cualquier otra terapia correctiva?

Lo cierto es que desde una perspectiva intelectual utilitarista, perspectiva que es la que filosóficamente inspira gran parte de nuestra conducta en Occidente, existen buenas razones para responder afirmativamente a estas preguntas. La vida de estos individuos no produce sino daños a terceros, el saldo de su existencia en la balanza de efectos entre buenos y malos es claramente negativo, la sociedad en su conjunto no haría sino mejorar con su desaparición. Cientos de profundos y graves sufrimientos para personas inocentes se evitarían si el sujeto diera el paso de borrarse de la existencia. No se trataría de una pena de muerte impuesta por un poder ajeno, el Estado, sino de una decisión libremente asumida por el sujeto después de un proceso de reflexión autónomo, un caso de ejercicio de la más pura y consciente libertad humana.

Cierto que habría que exigir todas las cautelas necesarias para evitar una inducción indeseada al suicidio, una especie de autosugestión por desesperación, pero, si el proceso es libre y autónomo, ¿qué principio ético habría en contra de plantear esa posibilidad a estas personas y de facilitarles los medios para llevarla a cabo en caso de que así lo decidiesen?

Dejo conscientemente de lado a quienes creen que la vida humana no es algo disponible para los seres humanos, sino que viene impuesta como una realidad inmodificable por la voluntad de un ser supremo. Para ellos el suicidio es inadmisible en todo caso. Respeto su opinión pero la considero racionalmente indemostrable por ser una de esas afirmaciones que se asumen gratuitamente a través de una experiencia fideísta intransmisible.

La cuestión no se agota, sin embargo, una vez que admitimos el suicidio como opción razonable de esta clase de ser humano consciente. En efecto, la idea de un terapeuta clínico o prudencial que plantearía al pederasta o violador irremediable la conveniencia de suicidarse suscita inmediatos desarrollos no menos lógicos. Por ejemplo, la de por qué limitar esta conveniencia a esa concreta clase de personas dañinas y no extenderla, por las mismas razones, a otro tipo de dañadores en serie.

El lector puede rellenar con su imaginación esta rúbrica, es bastante fácil encontrar candidatos al suicidio socialmente terapéutico tanto en la historia como ahora mismo. O, dando un paso más, ¿no convendría plantearse hasta qué punto no estamos con este tipo de debate eludiendo el mucho más serio y perturbador de la pena de muerte? ¿O contradiciendo nuestra opinión sobre ésta? Porque, en efecto, si la sociedad (con todas las cautelas que se quieran poner) puede emitir un juicio acerca de la conveniencia pública de que una persona ponga fin a su existencia porque esa persona sólo es un mal social, ¿no debería también poder adoptar ella misma esa decisión? ¿O es que nos asustan las consecuencias de nuestro propio razonamiento utilitario? Y, ¿qué decir de las prácticas eugenésicas tipo Esparta para evitar vidas condenadas desde su inicio a la inutilidad?

Por otro lado, una ética fundada sobre el valor de la dignidad del ser humano como fin en sí mismo (es decir, radicalmente no utilitaria) introduce modificaciones relevantes en ese planteamiento del psicólogo clínico que pesa sólo las consecuencias sociales de las conductas. En el sentido de que el valor de una vida humana no se determina sólo por las consecuencias de su conducta, por la suma contrapesada de sus acciones positivas y negativas para con los demás, sino que implica algo más. El ser humano tiene un valor en sí mismo a pesar de que se empeñe en causar el mal en su derredor, incluso si está condicionado a hacerlo por su carácter o sus genes.

El ser humano es más que sus actos, es un fin en sí mismo y no un medio del que se vale la especie para lograr una utilidad agregada. Por eso es por lo que nadie, ni toda la sociedad junta, podría llegar a emitir un juicio concluyente acerca de la terminación de una sola persona. Su opinión de que esa persona no sirve para nada útil, que incluso es objetivamente inútil y dañina, no es sino eso, un juicio de utilidad. Un juicio correcto pero limitado: a pesar de ello, la vida humana sigue siendo valiosa en un plano distinto que ninguna psicología clínica puede medir.

Pero, contraatacaría un utilitarista razonable, ¿no está usted recayendo en la idea religiosa de santidad de la vida humana cuando habla de dignidad? Justifíquela entonces racionalmente, en lugar de darla por supuesta en su argumentación.

Inquietante.

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 31/08/14