MANUEL ARROYO-EL CORREO

Uno de los atributos que adornan a un verdadero líder es, llegado el momento, adoptar decisiones impopulares en las que antepone los intereses generales, un bien superior, a los suyos particulares y a los partidistas aun a riesgo de que ello le cueste el cargo. Aunque la historia ofrece un buen puñado de ejemplos, no es lo más habitual en nuestros días, en los que abunda justo lo contrario.

Han andado cerca, pero al final los desacomplejados asesores de imagen de La Moncloa han tenido la prudencia de eludir un relato épico de ese tipo para justificar los indultos a los presos del ‘procés’. Los mismos que rechazaba hace no tanto un tal Pedro Sánchez, defensor del cumplimiento íntegro de las condenas del Supremo y rotundamente contrario a las medidas de gracia «políticas», por las que decía sentir «vergüenza». La hemeroteca es a veces más implacable que la más beligerante de las oposiciones. Sobre todo, cuando no hay forma de ocultar que un cambio de criterio tan radical solo responde a la necesidad de asegurarse el apoyo de ERC para agotar la legislatura con unas encuestas en contra que le impiden plantearse un adelanto de las elecciones. Se entiende el pudor de los expertos de márketing que le rodean.

La política tiene mucho de teatro. El Gobierno ha cuidado al máximo la escenificación del anuncio de los indultos, en la que se ha ganado a parte de un público reticente con la carta de Oriol Junqueras y el apoyo del máximo responsable de la CEOE si sirven para «normalizar» Cataluña. El acto final era la presencia de ayer del presidente en el Liceu. Sánchez tuvo ocasión de comprobar que el independentismo no se lo va a poner fácil. Así lo demuestran el plantón de todo el Govern a su conferencia -«propaganda colonial de España», en palabras del inefable Quim Torra-, las muestras de desprecio de los líderes secesionistas hacia las medidas de gracia -sin renunciar a ellas, por supuesto-, que interpretan como una prueba de la debilidad del Estado, y las protestas de grupos de radicales.

Estamos ante una operación de alto riesgo. Muy discutible, pero también legítima. Una apuesta política en el sentido más pleno de la expresión que el Ejecutivo tiene el derecho a probar en busca de una salida al conflicto más enrevesado al que se enfrenta el país, que está lejos de una solución con los instrumentos empleados hasta ahora. Pero siendo consciente de los peligros que encierra y de hasta dónde puede llegar.

Las apelaciones de Sánchez a la «concordia», la «convivencia» y el «reencuentro» chocan con el tono desafiante de un independentismo que no está en esa onda, sino en la de la ruptura, y se comporta como si su victoria solo fuese cuestión de tiempo. El papel de pacificador que se ha adjudicado el presidente tiene al menos dos lagunas que le restan credibilidad: el inexplicado giro de guion por el que ahora apoya los indultos y, más allá de palabras grandilocuentes, cuál es su plan para seducir a un secesionismo irreductible en sus exigencias. Porque se supone que ese plan existe y no estamos asistiendo a un simple teatrillo para ganar tiempo. Se supone.