ABC 12/06/14
IGNACIO CAMACHO
· Flotaba en el Congreso una cierta atmósfera de despedida, como si el consenso de la Transición rindiera su último viaje
EL Rey de España tiene tantísimo poder que hasta para dimitir necesita pedirle permiso al Congreso de los Diputados. Que de haber sido por los votos de quienes presentan esta Corona como un anacronismo autoritario no se lo habría concedido. Porque eso era lo que significaba legalmente –otra cosa es la intención de quienes lo emitían– el voto negativo a la ley de Abdicación: impedir la renuncia de Don Juan Carlos. Tratándose del viejo Partido Comunista, que en la Transición se anticipó al PSOE en el reconocimiento de la monarquía a cambio de su legalización, podría tener un sentido de agradecimiento histórico y tal. Pero tampoco era eso porque, rectificando a Neruda, ellos, los de ahora, ya no son los mismos.
El que sí es el mismo de entonces es Alfonso Guerra, y por eso el otro día salió a explicar a sus jóvenes colegas parlamentarios –qué falta hace la didáctica en medio de este «descorche generacional», como lo llama el filósofo Javier Gomá– el sentido del pacto constitucional del 78. Y les dijo entre otras cosas que el genuino Pablo Iglesias, el protofundador, nunca cuestionó la monarquía alfonsina. Que el republicanismo socialista comenzó cuando el abuelo del actual Rey se parapetó en la dictadura de Primo de Rivera. Y que para un partido de Estado con un proyecto de gobierno no hay más hoja de ruta posible que la Constitución. Guerra, como Rubalcaba, sabe dónde se forjan en España las mayorías sociales, aunque está por ver que sus lecciones cundan en la nueva hornada de liderazgo, inquieta ante el populismo rupturista que ha emergido por su izquierda. Ayer, al menos, el PSOE cumplió con lealtad el acuerdo suscrito hace treinta y seis años; hay en su nomenclatura dirigente, sin embargo, una especie de preocupada resignación ante lo que pueda suceder a partir de ahora, declinado el último relevo de la vieja guardia.
Porque ayer flotaba en el Congreso una cierta atmósfera de despedida, como si el consenso de la Transición hubiese rendido su postrer viaje. Como si se hubiera acabado el tiempo del pragmatismo en que lo importante era encontrar soluciones a los problemas y no problemas para las soluciones. Como si estuviese cayendo el telón de una función agotada por su propia permanencia en cartel. Una conciencia tácita de relevo muy patente sobre todo en las filas socialistas, donde todo huele a mudanza y a desalojo, y donde Rubalcaba parecía buscar con la mirada alguien a quien entregar las llaves.
Fue un día raro, en el que el Parlamento de una nación cargada de problemas tuvo que enredarse en debatir el único que tiene una salida resuelta, escrita, tasada, fácil. Así es España, un país torturado por su empeño en complicar lo evidente, en deshacer lo poco que funciona y en cuestionarse a sí mismo. El único que mientras Europa se pregunta hacia dónde ir continúa discutiendo de dónde viene.