ABC 25/09/15
IGNACIO CAMACHO
· Resulta un amargo sarcasmo que pretendan fundar un Estado quienes han fracasado en la administración de una autonomía
EN cierto bar de Barcelona su dueño ha colgado un expresivo letrero: «Prohibido hablar del Tema». Ese tema unívoco, ese debate artificial y quimérico introducido por el nacionalismo para disimular su incompetencia política, ha tensado la convivencia civil y divide a los catalanes tanto como cansa al resto de los españoles. Unos y otros empiezan a estar hartos. Es probable que si se celebrara un referéndum sobre la independencia en todo el país –única fórmula de secesión posible dentro de la Constitución–, muchos españoles votasen a favor. Hasta ahí ha llegado el hastío, la fatiga, el fastidio: hasta el límite de la solidaridad sentimental. Que se vayan de una vez, pero no porque quieran ellos sino porque los echo yo.
No existe, sin embargo, una España posible sin Cataluña, igual que digan lo que digan los separatistas tampoco existe una Cataluña viable sin España. El cansino «tema» de este incipiente otoño no es más que una vuelta más de la vieja, orteguiana «cuestión catalana»: la larga historia de un desencuentro histórico, de un roce familiar, de un trato difícil anclado en recelos de siglos. El nacionalismo, que vive de excitar esa incomodidad para ganar desleales privilegios de poder, decidió en plena recesión aprovechar en beneficio de su insaciable causa el marasmo crítico español. Ante el desplome de la cohesión social los soberanistas levantaron su proyecto de ruptura para ofrecer a los suyos la sugestión de la huida. El zapaterismo, con su irresponsable política de centrifugación territorial, les había construido la pista de despegue. Y la inacción posterior del Estado, su falta de reflejos, su estrategia (?) vacilante y quebradiza, les facilitó el combustible. Aprovecharon el momento con intuición ventajista.
Ni Cataluña se va a separar el lunes ni España se va a romper; ambas, sin embargo, van a quedar maltrechas y descalabradas después de este desafío inútil de mutuas desconfianzas. El genio desparramado de la discordia ya es muy difícil de encerrar en la botella rota. Los secesionistas han sembrado odio. Y ni siquiera lo han hecho para cumplir una ensoñación que saben imposible, sino para tomar ventaja política. Para atornillar su hegemonía, para imponer un designio excluyente, incluso para escapar a la justicia que investiga la corrupción del régimen. Se han subido a la ola del sentimentalismo victimista como una vía de escape de su propia parálisis. Sería sarcástico si no fuese dramático: pretenden fundar un Estado quienes han fracasado en la administración de una autonomía.
Pero se han mostrado expertos en juego sucio. Han logrado transformar la cuestión catalana, el problema de la cohabitación histórica, en un conflicto de identidades que dejará secuelas ya inevitables. Todo por una estúpida conspiración de estupidez, ineptitud y maldad; las palabras que Chaves Nogales usó para lamentar otra catástrofe.