Editorial-El Español

El testimonio de Caroline Edwards, una de las policías heridas durante el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, ha sido uno de los muchos que han desmontado el relato trumpista de que este fue espontáneo y más vandálico que verdaderamente peligroso para la democracia y el orden constitucional estadounidense.

Edwards, que ha testificado durante una de las seis audiencias públicas que tienen lugar estos días en la comisión especial de la Cámara de Representantes que investiga el asalto al Capitolio, ha declarado que vio «policías tendidos en el suelo».

«Unos sangraban. Otros vomitaban. Vi a compañeros con la cara empapada en sangre. La sangre me hacía resbalar. Intentaba sujetar a mis compañeros mientras caían. Fue una carnicería y un caos» ha dicho Edwards, que vio morir a su compañero Brian Sicknick y que cayó inconsciente, y con graves daños cerebrales, tras ser golpeada en la cabeza por los asaltantes con un portabicicletas metálico.

Defender lo indefendible

Los testimonios, frente a un panel formado por siete congresistas demócratas y dos republicanos, han sido demoledores para el relato trumpista que defiende la tesis de que lo ocurrido el 6 de enero no fue una insurrección orquestada, sino un alboroto sin relación alguna con las acciones y las palabras de Donald Trump.

Los partidarios de Donald Trump, y entre ellos varios miembros de los grupos extremistas Proud Boys y Oath Keepers, han manifestado que fue el expresidente el que les pidió que fueran a Washington ese 6 de enero. Algunos de esos grupos han manifestado también que estaban preparándose para la posibilidad de una guerra civil.

La republicana Liz Cheney, hija del exvicepresidente de George W. Bush y una de las republicanas más odiadas por el trumpismo, ha pedido a sus compañeros que «no defiendan lo indefendible». «La violencia fue provocada por Trump, que esperó hasta el último momento para pedir a la multitud que él había congregado que se dispersara».

La hija de Donald Trump, Ivanka Trump, ha declarado no creer que hubiera fraude electoral y manifestado su respeto por el por aquel entonces fiscal general William Barr. Barr intentó convencer a Trump durante las jornadas previas al asalto al Capitolio de que las dudas y las teorías sobre el robo de las elecciones eran «una tontería».

Objetivo: minar al trumpismo

Los 140.000 documentos y 1.000 entrevistas que obran en manos del comité demuestran que el asalto al Capitolio fue un eslabón más de un plan orquestado por Donald Trump y su círculo cercano para poner en duda el resultado de las elecciones y subvertir el orden constitucional.

De acuerdo con los testimonios y las pruebas mostradas, la mayoría ya conocidas, es evidente que Trump conspiró para impedir que el Congreso certificara el resultado de las elecciones y para que diera validez a los votos falsos necesarios para decantar en su favor el recuento en los estados donde este se iba a decidir por unas pocas papeletas.

Con todo, el interés de estas audiencias no está tanto en los testimonios o los datos sobre el asalto. Porque hace tiempo que es sabido que el asalto al Capitolio fue orquestado por Trump para presionar a los congresistas y senadores del Partido Republicano y al vicepresidente Mike Pence con el objetivo de que estos se sumaran al intento de subversión del orden constitucional que este pretendía.

Lo verdaderamente relevante es cómo estas audiencias del Congreso americano han sido convertidas en un espectáculo televisivo en horario de máxima audiencia muy similar al que hace 50 años acabó con la carrera de Richard Nixon a raíz del estallido del caso Watergate. Espectáculo televisivo cuyo objetivo no es tanto el de propiciar la apertura de un nuevo proceso jurídico contra Donald Trump como introducir una cuña en el Partido Republicano que mine las posibilidades de los candidatos trumpistas en las próximas elecciones legislativas, que tendrán lugar el próximo 8 de noviembre.

Sería, en fin, paradójico, pero casi de justicia divina, que la conversión de la política en un reality show con supervillanos teatrales, giros de guion y traiciones familiares en riguroso directo sirviera para fulminar el legado y la carrera del político más emblemático y representativo de la política espectáculo.

Porque quien a populismo mata, a populismo muere.