GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-EL CORREO

  • ¿Sirvieron de algo toda la muerte y el dolor causados por la «socialización del sufrimiento»? Ojalá la izquierda abertzale se lo pregunte y actúe en consecuencia

El anuncio del «cese definitivo» de la «actividad armada» por parte de ETA el 20 de octubre de 2011 confirmó lo que hasta unos años antes parecía imposible: la derrota operativa de la banda. También significaba el fiasco de la «socialización del sufrimiento», su última gran ofensiva contra la democracia.

La caída de su cúpula en Bidart (1992), que dejó a la organización muy debilitada, el desgaste electoral de Herri Batasuna y el temor a perder la calle ante las cada vez más nutridas manifestaciones pacifistas fueron algunas de las razones por las que la izquierda abertzale dio un viraje que se plasmó en dos vertientes. Por una parte, procuró recomponer sus relaciones con el PNV y EA, lo que acabó derivando en el excluyente y frentista Pacto de Estella. Por otra, adoptó la estrategia de «socialización del sufrimiento», inaugurada con el asesinato de Gregorio Ordóñez en 1995. Con el sostén de su órgano de comunicación oficioso, ‘Egin’, y de HB (y sus siglas herederas), ETA y su brazo juvenil se dedicaron a amenazar, hostigar, atemorizar, herir y matar a afiliados, líderes y cargos electos del PP, el PSOE, UPN y Unidad Alavesa; es decir, a los representantes de la mitad de los vascos y navarros. Los ultranacionalistas también pusieron en su diana a intelectuales, artistas, profesores, periodistas, juristas y otro tipo de profesionales. Y a las familias de todos sus objetivos.

Entre 1995 y 2011 ETA cometió 602 atentados. Aun siendo una cifra menor que la registrada en etapas anteriores, fue suficiente como para que los terroristas acabaran con la vida de 95 personas. Al menos un tercio de ellas (33) respondían al perfil de la «socialización del sufrimiento».

No solo hubo atentados. Para compensar el agotamiento de ETA, su entorno juvenil intensificó el acoso, la intimidación y la kale borroka. Según la agencia VascoPress, si en 1994 se habían registrado 287 incidentes de este tipo en el País Vasco y Navarra, al año siguiente se multiplicaron hasta los 924. En total, desde 1995 a 2011 hubo 6.541 ataques, de los cuales 1.105 fueron dirigidos contra sedes de partidos políticos. El repertorio violento de estos grupos también incluía el lanzamiento de objetos y cócteles molotov, la rotura y el incendio de mobiliario urbano y vehículos, las acciones contra edificios institucionales y domicilios particulares, etc. No es de extrañar que, como reveló el Euskobarómetro, el 90% de los vascos lo considerara un problema bastante o muy grave.

La violencia de persecución, que no cesó durante las breves treguas que declaró la organización terrorista (junio de 1996, finales de 1998 y 2006), dio resultado: aisló a sus víctimas potenciales. Raúl López Romo cuenta que en 2002 había 963 personas escoltadas por la amenaza de ETA en el País Vasco, aparte de los 11.483 agentes de la ley (descontados los policías municipales), objetivos habituales de la banda. Además, este tipo de violencia sirvió para adiestrar y luego reclutar nuevos integrantes de la organización con los que suplir a los arrestados.

La ausencia de libertad, los atentados terroristas, la kale borroka y el acoso sistemático obligaron a un número indeterminado de ciudadanos a abandonar Euskadi. Pese a que se trata de un fenómeno innegable, todavía no contamos con ningún estudio riguroso que nos permita calcular el número exacto de los transterrados por culpa de ETA y de su entorno. Sí podemos medir variables concretas, como hicieron en el primer informe del Memorial Rafael Leonisio y Francisco J. Llera con el miedo a hablar de política libremente, que siempre fue significativamente mayor entre los vascos no nacionalistas que entre los nacionalistas.

En un ‘Zutabe’ de 1995 ETA afirmó que la «socialización del sufrimiento» demostraba «uno de los frutos de nuestra dinámica: la voluntad de ir adelante, la postura de ir a ganar». El paso del tiempo, las movilizaciones cívicas y pacifistas, la resistencia de los cargos públicos no nacionalistas, la insubordinación de un sector de la hasta entonces servil izquierda abertzale y, sobre todo, la acción judicial y policial hicieron desaparecer esa voluntad. Se cuenta detalladamente en el informe ‘Las claves de la derrota de ETA’ y el nuevo número de la revista ‘Grand Place’.

«Está claro que, a medida que el conflicto armado ha evolucionado, la eficacia de la lucha armada ha cambiado y se ha desgastado», reconocía la banda en su último ‘Zutabe’ (2018). «Está a la vista que todavía nuestros objetivos no se han cumplido».

La «socialización del sufrimiento» fue su última apuesta sangrienta. ¿Sirvió de algo toda la muerte y el dolor que causó? ¿Mereció la pena? Ojalá algún día el nacionalismo radical tenga el valor de hacerse estas preguntas. Y de actuar en consecuencia.